El Diario de..., Libreria 0

El Diario de Desterro, por Manuel Barea

“Un mal día para el resto del mundo, un día como otro cualquiera en Desterro. El viento palpita, exhala calor y polvo, y arrastra casquillos de bala”.

16 crímenes: “Sí, así es Desterro. Despiadado”.

Desterro” es la segunda novela de Manuel Barea, fiatluxero pata negra que irrumpió en el género negro con la premiada “Vertedero”.

“Desterro”, además de sonar, no termina en la página 186 del libro, continúa aquí en Fiat Lux. Así comenzaba El Diario de Desterro

 

 

El Diario de Desterro.

Por Manuel Barea.

 

SARCÓFAGO (II)

1 de abril

El pasillo de un almacén. Largo, desangelado, bien iluminado. Al fondo las puertas cromadas de un ascensor. Es un lugar donde tiende a oler a charcutería o parrillada y también en ocasiones a madera, caucho, lejía y desodorante o loción de afeitar baratos. Es un lugar por donde a veces deambulan hombres más o menos elegantes exhibiendo expresiones vacías o concentradas. Quizá en parejas. Quizá amartillan armas. Quizá lleguen a conversar. Sin embargo, en este instante es un almacén prácticamente vacío. Un pasillo largo, desangelado y bien iluminado. Al fondo suena un cling y las puertas cromadas de un ascensor se deslizan y aparece la figura de un hombre alto, escuálido, moreno. Traje negro a medida. Chorreando. Estirando —meditabundo— los puños de su camisa. Alza los ojos —las manos ahora en los bolsillos del pantalón— y recorre el pasillo. Al llegar al otro extremo se detiene frente a un tipo adusto y gigantesco no tanto en relación a la estatura sino en cuanto a aquello que proyecta o la presión que ejerce a su alrededor, una suerte de fuerza gravitacional a lo Michael Douglas en Wall Street. Se diría que, tras detenerse frente a él, el hombre alto se cuadra. Como ante el más respetado y abominable de los altos mandos.

Martín…, dice el tipo con tono paternal, Dame una explicación convincente. Por favor.

El hombre alto le aguanta la mirada. Tal vez a duras penas. Conoce al tipo adusto y gigantesco desde que tiene memoria. Se llama Chiris. Y eso del tono paternal es algo frecuente. Es como un padre para él. De modo que esta situación es más incómoda de lo normal. Porque nunca le ha gustado hablar demasiado. Y mucho menos para dar explicaciones convincentes. Especialmente aquellas que tarde o temprano un hijo está obligado a dar aunque al mismo tiempo esté convencido de que su simulacro-de-padre sabe de sobra que no existen.

14 de abril

¿Cómo has podido? ¿Qué coño se te ha pasado por la cabeza?

Cállate de una puta vez. Compórtate como un hombre. Deja de perder los papeles. Ya va siendo hora de que tengas lo que hay que tener.

(No permitas que Carla siga dejándose llevar por el pánico. Consuélala de una vez. Sé un hombre, joder.)

Ahora debes tener mil ojos. Y sangre fría.

¡¡Que te jodan, mamá, que te jodan que te jodan quetejodan!!

(Un frenazo.)

(Al final va a ser verdad que eres un puto maricón. Igual que lo era tu padre.)

1 de abril

El trayecto de Pinar de Montano a Línea Base. Las afueras de Mártires. Entre tinieblas. La carretera parece no existir esta noche. Algunos metros de asfalto que apenas quedan iluminados por el débil haz de los faros de un Ford Laser de tercera mano que Hugo Veloso conduce como puede. Y maldice. Lo llama Cafetera Vieja. Puta Chatarra. Etcétera. Siempre que intenta meter quinta aquello rechina y traquetea como si estuviera a punto de despiezarse. Hugo Veloso maldice. Resopla. Y deja la cuarta. El motor se revoluciona. El único sonido —delirante— atravesando el silencio nocturno que envuelve esta carretera. Pinar de Montano-Línea Base. Quién sabe si incluso pudiera tener un nombre. Hugo Veloso deja la cuarta, echa mano del botellín de Sagres tibia y se lo enchufa un buen rato a la boca sin apartar los ojos del pedazo mínimo de asfalto que consigue alumbrar el Laser. Hugo Veloso eructa y hace memoria. Sin más alcohol (de ninguna clase), sin más maría (de la clase que sea), maldice por enésima vez. Un porrazo a ese volante despellejado. Gastado y duro como la piedra negra de ahí fuera. Mierda. Cagüendiós. No va a ser ir a casa y punto. Sería poco recomendable. Esa casa es una jaula y nadie podría mantenerse cuerdo dentro de ella sin una caja de Cruzcampo o Estrella del Sur o cualquier puñetero meado de cabra y sin por lo menos cinco euros de polen. Hugo Veloso tiene la piel del cogote al rojo vivo, pulsante, un bañador rojo acartonado y con franjas irregulares blanquecinas —un polvillo parecido al caliche— y una camiseta de tirantas blanca: churretosa, mojada al costado y la columna y también maloliente. El calor es insoportable. Viscoso, grasiento. El viento que entra a raudales por las ventanillas del Laser tiene ese algo tórrido y polvoriento del caño de aire residual que expulsan por la trasera los aparatos de aire acondicionado. Otro algo truena en las alturas y comienza a caer auténtico caldo. Más maldiciones. El movimiento de los limpia en el frontal del Laser es como el del brazo de un octogenario pidiendo ayuda a un enfermero que no para de rebufar. Cagüenlaputa. Arañazos en el cristal y el golpeteo de la escoria líquida que cae. El equipo de sonido del Laser es una puta broma y el reproductor de casetes viola las cintas y no hay otra emisora que pueda pillarse en este jodido páramo que no sea el coñazo de Onda 5 y ForeverHits: en este momento el pinchadiscos introduce con voz de fumador gangosa y cansada y merecedora de una buena hostia —con esas pausas antinaturales e incomprensibles de radiofonista de manual— lo que él llama el Temazo de una banda que ya es mítica, amigos, es un clásico, es… la ELO: los altavoces escupen entonces a todo trapo «Don’t Bring Me Down». Grosse. Hugo Veloso hace memoria. Los brazos tirantes —la piel tirante y enrojecida de los brazos— mientras sostiene en alto el palo del deadcat. La escena no dura ni cinco minutos. Ese negro no aguanta ni cinco minutos de encule sin que se le ponga morcillona y el director le grita ¡¡Hijueputa!! con una vena ultracongestionada a un lado de la calva y le lanza los auriculares: rebotan en el descomunal bíceps con tatuaje imperceptible del negrazo de los veintisiete centímetros de pura inutilidad que no puede dejar pasar ni media hora para volver al cuarto de baño a por otro tiro de una mierda que el ayudante de dirección dice que viene directa de El Salvador pero que probablemente tiene más utilidad como remedio para irritaciones de culos de bebés. Aida, a quien todos allí —gracias a él— ya llaman Linda Park, se levanta exasperada y con gesto displicente y la palma de la mano bien estirada se escurre las minúsculas gotas de sudor del cuello, el escote, las tetas y el bajo vientre. Es la nueva. Veintitrés. No hay en ese chalet con piscina de Villa Paraíso salido que no la observe como a un espectáculo acuático con música y fuegos artificiales. Cómo reluce, cómo gime, como se menea, cómo devuelve la mirada, cómo se chupa los labios. Se baña desnuda en la piscina. Durante la barbacoa antes del (por llamarlo de algún modo) rodaje. Casi nadie sabe de quién coño es el chalet. Tampoco Hugo Veloso. Él la mira —todo su cuerpo lechoso flota; su cuerpo lechoso tiene más de ese aceite corporal con el que se embadurna que de músculos y tejido adiposo— mientras apura la cuarta Cristal cerca de uno de esos novatos a quienes el director les echó el ojo tras aquello del bukkake a Nadia Belvedere (y que no para de parlotear sin que Hugo Veloso escuche más que jaleo abombado) y el negrazo se empolva la nariz en cualquiera de los múltiples baños —el ayudante de dirección ríe de manera excesivamente estridente y saliva recostado en su descomunal bíceps con tatuaje imperceptible— por sexta vez en lo que va de tarde. Hugo Veloso tiene, pese a un antiestético comienzo de alopecia a parchetones, el pelo más largo que el resto (greñas lo llamarías), y también una barriga cervecera que no tiene el resto, la piel más requemada bajo el resplandor bochornoso del sol lacado con neblina que el resto, una cantidad de pelos en el cuerpo muy por encima de la del resto. Ella flota y brilla. Totalmente desnuda. Tarde o temprano todos la miran. Incluso la diva de turno con ese monte de venus colgón que ya se ha resignado a ocultar con una generosa —atractiva para casi nadie— mata de vello. Tarde o temprano todos dicen (con mayor o menor rechinar de dientes) que llegará lejos. Hugo Veloso fue quien la conoció y quien le habló de ella al director y quien se la folló el primero —en esa calamidad de Laser— la noche en que le dijo que le había conseguido (Él) un par de escenas bien pagadas en un chalet con piscina de Villa Paraíso. ¿Y ahora qué? ¿Cómo has acabado aquí? En tu mierda de chatarra por una carretera desaparecida de camino a tu cuchitril en la puñetera Línea Base. Sin nada que fumar ni beber ni siquiera con que desahogarse. Para qué. Tan solo. ¿Quién coño iba a querer elegir entre tu mierda de chatarra sudada y peluda y pasar una y dos y tres y mil noches en ese chalet con piscina de Villa Paraíso rodeada de ojos anhelantes, pastillitas impronunciables, priva y pollones? A ti ni siquiera te dejan llevarte los botellines que puedan sobrar. Ni siquiera te lían un mísero canuto. Y el deadcat, eso es así, se queda en el puto chalet y punto. Por lo que pueda pasar. Más que a posibles escenas improvisadas sabes bien que el director se refiere a No vaya a ser que te dé por venderlo para pillar…

Anda y que os den por culo. A ti, zorra sidosa. Y a ti, puto chamaquito de los cojones… Las farolas empiezan a dar la cara y arrojar su luz sobre la de Hugo Veloso. Preñan cada uno de los goterones de caldo en caída libre y los transforman en mercurio flotante. Hugo Veloso acelera y el motor del Laser chilla gemidos como Linda Park —you wanna stay out with your fancy friends…— y Hugo Veloso maldice y echa mano del botellín (donde solo queda un miserable dedo caliente y amargo) de Sagres y se salta el semáforo y se adentra en la calle Edén, una especie de bulevar umbroso y cerrado a cal y canto y azotado por la lluvia y en el que por mucho que Hugo Veloso se esfuerce por concentrarse en cualquier punto al otro lado de sus limpia octogenarios es indudable que ya no queda ni un puto bar con vida. Diría que es imposible que a partir de la medianoche nada pueda sobrevivir aquí. Salvo quizá esas otras luces. Aguadas en la luna delantera. Y que —aproximándose— son las de ese poli uniformado que le hace señas con un pie dentro de la carretera y otro fuera, junto al coche patrulla que dispara luces bicolor cien veces más poderosas que estas farolas moribundas. Que pare a un lado. El botellín de Sagres acaba en los pies de Hugo Veloso y a continuación bajo su asiento sin perjuicio de un par de manchas sobre la alfombrilla. La cara de Hugo Veloso no cambia. Tal vez una media sonrisa. Mientras se dice: Sé por qué me has parado, hijo de puta. No es por el semáforo. Ni siquiera por la zona. O que sea el primer puto coche que has visto en el cuarto de hora que llevas aquí empapándote… No. Es por el coche. Por esta mierda de coche. Y por mis pintas. Mi pelo (greñas lo llamarías) y mi barba. Desaliñados. Mi vestimenta. Cómo pretendes que alguien venga de una puta fiesta con barbacoa y piscina y además un par de intentonas de porno barato. Quizá con tus putas maneras de pitufo.

Hugo Veloso asoma la nariz por la ventanilla. Fuerza a la media sonrisa a convertirse en una de verdad.

Hola… Ehm, esto, ¿todo bien?

Se ha saltado un semáforo. ¿No lo ha visto o qué?

Lo siento, agente, la verdad es que no… Esta lluvia es horrorosa.

Ese típico silencio en el que lo único que hacen es observarte. Chequearte. Y lo que realmente hacen es pensar. Les cuesta todo ese tiempo. De no ser por el chapoteo constante y demencial, casi podrías oír el chirrido de ruedas dentadas oxidadas tratando de funcionar como las del resto.

Apague el motor (eso es lo que consigue decir al cabo), por favor. Se aclara la garganta. Carnet y seguro, por favor.

Tarda (por supuesto) muchísimo más que cualquier persona corriente en comprobar tu situación como uno de los cientos de miles de conductores —al menos uno de los gilipollas con un Laser de tercera mano— que deambulan sin rumbo fijo por este agujero. Lo hace trasladando de forma periódica la mirada del carnet a tu cara agotada y de tu cara agotada al carnet y los papeles del seguro que se mojan pero eso a él se la suda y de estos a tu cara y al carnet y vuelta a tu cara y después al carnet y por último a los papeles y tú también te estás empapando porque la lluvia cae —plomo— como si cada goterón pesara toneladas y suena a plomillos sobre la cabina del Laser y entra en la cabina del Laser y estalla ahí y te salpica la piel tirante y pulsante y roja de agua que parece evaporarse en el mismo segundo en que entra en contacto con ella, y tú mientras (mientras el pitufo traslada la mirada de acá para allá, de tu cara a lo que tiene entre manos y que sostiene mostrando un clara incapacidad para sujetar tres elementos simultáneos) con esa postura empequeñecida y de seguro ridícula, la del crío al que castigan o riñen por cualquier estupidez, la de la vista hacia ningún punto en concreto del volante, las manos juntas abajo y un ligero encogimiento de hombros y espalda.

Míreme, por favor.

Y tú miras.

Y el echa un nuevo vistazo a aquello que tiene entre manos y que —quitando stripper barato— le hace parecer un malabarista inepto.

Y en el mismo instante en que comprende que no hay nada que hacer, porque todos tus papeles de conductor del montón están en orden (Hugo Veloso ya ha tenido encontronazos así —en esta ciudad solo hay dos tipos de encontronazos y este es uno de ellos— y una de las pocas lecciones que ha aprendido gracias a ellos es a darles a los maderos cuantas menos razones para hacer de Robocop, mejor; a ser, pese a estas pintas estereotípicas de técnico de sonido de rodajes porno de bajo coste, cuanto más del montón, mejor), y que por tanto no hay demasiado que rascar, dice algo como Bueno, Hugo, voy a tener que ponerte una multa, ¿vale?, te has saltado un semáforo en rojo. Con ese tono condescendiente que provoca en Hugo Veloso una visión túnel a la que está muy acostumbrado, de modo que también está muy acostumbrado a combatirla. Es tragando. Hondo.

Hugo Veloso traga. Hondo. Atrapa el papel. Arranca. Las luces bicolor se pierden. Se desvanecen en agua. En el cristal trasero. La lluvia está amainando. No mucho. Lo suficiente para poder volver a echar la vista afuera y tener esta vez más probabilidades de dar con algún antro en el que encadenar submarinos.

Vuelve a no haber luces. Casi de ningún tipo. Las de las farolas mejor ni las contamos. Hugo Veloso da un volantazo. El Laser revolucionado se interna como loco en la calle de la Buena Esperanza. Solo unos pocos metros hasta frenar en la única luz que cuenta. El local se llama El Rey Lagarto. Los ojos de Hugo Veloso inyectados. La multa hecha bola en el salpicadero. La lluvia fina.

You let your mind out somewhere down the road, don’t bring me down, no, no, no, no, no…

Aunque esté más que callada, la radio le ha contagiado el cólera. Bueno: no sería justo echarle toda la culpa a ella.

Al entrar en El Rey Lagarto los ojos inyectados de Hugo Veloso ven cristales rotos en la barra y cristales de botella rotos en los anaqueles donde también se encuentra esparcida una cantidad considerable de la cabeza de quien supuestamente ha sido hasta hace poco el barman. De súbito ven a un hombre trajeado, bastante delgado, moreno. Está en el suelo —una mesa y sillas en el suelo a no mucha distancia— estrangulando a un tipo que pugna e implora a estertores y que tiene la piel de la cara con consistencia y color de arándano. El hombre delgado le está gritando preguntas. En su voz se combinan de forma espantosa ira y templanza. Parece vislumbrar algo en el rostro del tipo-arándano o acaso oír algo de sus labios, se levanta y tras desenfundar lo que Hugo Veloso cree identificar como una Browning con silenciador prepara zumo de arándanos. Acto seguido los ojos inyectados ven cómo el hombre delgado apunta esa arma al rincón del Rey Lagarto donde Hugo Veloso —ya tirita—permanece de pie. Entones el cerebro de Hugo Veloso es incapaz de sentir resentimiento por nada ni nadie. De hecho, es incapaz de sentir nada en absoluto.

The groose is loose.

2 de abril

La llamada de ese capullo de Linares ha sido clara. Más que eso. Ha sido una jodida orden: Ven a por tu marido. Y (ni que decir tiene) ha seguido —volumen en ascenso—: Está desquiciado. Está destrozándome el puto local. Llévatelo de aquí de una puta vez. Se ha vuelto loco, joder, ¿qué coño le pasa? Ven a por él ahora.

Como si una no tuviera nada mejor que hacer. Que obedecer órdenes de capullos.

Encima no es la primera vez que sucede algo parecido. No es la primera vez que ella tiene que salir de madrugada para recogerlo de cualquier garito en el que haya decidido recluirse para ahogar autodesprecio y pavor y regurgitar bilis. No es la primera vez que tiene que recorrer un par de manzanas bajo la lluvia. No es la primera de esta clase de paseos en los que su cabeza se enciende a cada pisotón. Pero sí es la primera vez que al alcanzar el antro de turno hay un coche patrulla con esas luces cegadoras oscilando y un uniforme yendo y viniendo. (Chasquidos de la radio o el walkie o como se llame.) Y por descontado que es la primera vez en que alcanza el antro de Linares y un uniforme le dice —ordena— que por favor continúe andando y ella —de nuevo— obedece, a paso lento, echando un vistazo adentro. Y por descontado que se trata de la primera vez en que en el antro se ve una cantidad de sangre que solo creía posible en películas y el cuerpo de un chaval en bermudas y el cuerpo de su marido.

El cuerpo de José Laborda como un perro reventado en un arcén.

Pasa de largo. Obedece. Tan acostumbrada. Obedece y camina. De paso lento a toda prisa. Aguanta las lágrimas. Rompe a llorar a la vuelta de la esquina. Derrumbada en el muro. Aunque se lleve las manos a la cara —la boca— el vómito sale a presión entre ellas y termina en los charcos del suelo. La lluvia ha amainado. Una figura alta perdiéndose al final de la calle es lo único que da la impresión de habitarla. Además de ella y el uniforme al otro lado de la esquina. Así que nadie tendría por qué verla. Podría deambular un buen rato por la manzana y el resto de calles aledañas, nadie va a sospechar, podría detenerse cada poco para sujetarse la cabeza y descartar ideas, bajo la lluvia fina, repentinas ráfagas frías y mudas, sin olores ni recuerdos, ajenas, y puede sollozar amargamente y murmurar a los charcos como una lunática y agarrarse el cabello y maldecir y preguntarse y preguntarse y preguntarse, todo esto podría acabar de un momento a otro, quién sabe si la siguiente es ella o Juan o… Inmediatamente algo la entumece. Bajo la lluvia fina. De pronto un manchurrón se materializa al final de este callejón. (¿Y cómo he llegado a él?) Sus pensamientos se transforman en corrientes demasiado difusas. Se apresura hacia el manchurrón. Es —por fin— el Volvo 240. Embarrado. Alarga la mano a la llave en su bolsillo. En el maletero descubrirá una mochila y querrá gritar después de comprobar qué guarda. Se contendrá. Durante varios meses no le quedará otro remedio. Encenderá el motor y se alegrará —en cierto modo— de haber acabado pingando. A Juan le costará adivinar lo de la llorera. Eso espera. Aunque quizá uno de los inconvenientes de huir al desierto sea que allí las lágrimas sí son muy visibles.

2 de abril

¿Cuándo fue la última ocasión en que tuvieron tiempo para esto? Juan ni lo recuerda. Está ocupado en otra cosa. No han pasado ni cinco minutos desde los tonteos, las cosquillas, las caricias, los primeros besitos en el sofá y ya están en la cama y Carla espatarrada y él con la mano restregando sobre la pelusilla y los pliegues de carne rosa. Como si fregara un cuenco. Ella respira con la letra u acompasada y grave y él no puede soportarlo más y le quita los pantalones y las bragas y ya está desabrochándose la bragueta cuando suena la puerta abriéndose de golpe —un estruendo— y ambos dicen casi al unísono ¡Mierda! y ella se arroja al suelo a un lado de la cama para vestirse ahí abajo a toda prisa y él se abrocha y se pone en pie de un salto y —a saber por qué— se alisa la camiseta y se recompone el pelo y sale aceleradamente y en la cocina y el salón está su madre con las manos en la frente y la boca y los ojos húmedos y enrojecidos y toda ella a mil revoluciones y chorreando y andando y corriendo de acá para allá abriendo cajones y armarios y sacando bolsas y papeles y un revólver y Está Carla en tu cuarto, ¿verdad?, dime que está ahí, y él se queda sin habla y asiente y su madre añade con voz aún más quebrada Coged lo imprescindible. Nos vamos… quien sabe si porque ha decidido pisar el freno y subir las escaleras para encontrar en el apartamento de Emilio Laborda en Línea Base el cuerpo de la mujer de Emilio Laborda solo e inmóvil y con una mueca de horror desencajándole la cara y también huellas violeta anillando su cuello sin pulso.

14 de abril

¡¡Que te jodan, mamá, que te jodan que te jodan quetejodan!!

Un frenazo. La carretera continúa. Y el hombre anteriormente confinado en un arcón congelador despierta como de una pesadilla. Un alarido. Juan Laborda levanta el Taurus y Carla lanza otro grito. Breve. Después solo sollozos.

¡Ya está!, brama la mujer.

Lo siento, lo siento mucho, señora, oh, oh dios, dios mío, cuánto lo siento, de verdad, no tiene ni idea —el hombre anteriormente confinado en un arcón congelador y ahora frenético desplaza la vista de un lado a otro, desorientado, agarra casi todo cuanto tiene a su alcance, la puerta, el salpicadero, el asiento al que está amarrado, sus mejillas, sus piernas, su pecho, acto seguido junta las palmas de las manos en un gesto que comúnmente cualquiera relaciona con el ruego o la oración, se ralentiza, de improviso, concentra la mirada, más allá de él mismo, de la mujer a su lado, con cuidado tuerce el gesto hacia el volante y luego al chico que lo encañona—, no, no, por favor, no hay necesidad, por favor, yo, yo no, no, no quería, ellos me metieron allí, son unos salvajes, señora, yo no, no tiene por qué, por favor, se lo suplico, tiene que creerme, ha sido espantoso…

Hay un accidente automovilístico con camión y caimán perdido en el espejo retrovisor. El Taurus sumergido en el desierto como un congrio hacia el abismo.

El revólver se tambalea entre los dedos del chico, la cara del chico encogida de furia. Carla está ovillada encima de la tapicería trasera, la cabeza entre las piernas. El tejido del pantalón podría estar empapándose de los fluidos que manan de su rostro.

La mujer —los ojos siempre al frente, la vista siempre anclada al horizonte sobre la curva del volante— interrumpe tajante los titubeos del hombre anteriormente confinado en un arcón congelador:

¿Qué es Desterro?

 

(Continuará…).

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