Manuel Barea. Revista Fiat Lux.(4.5)
El Diario de..., Libreria 0

El Diario de Desterro. Por Manuel Barea

16 crímenes. “Sí, así es Desterro. Despiadado”.

Desterro» es la segunda novela de Manuel Barea, el sevillano que irrumpió en el género negro con la premiada “Vertedero.

“Y Desterro volverá a ser por fin lo que era. Un matadero en el que los puercos indeseables sólo entran para no salir”.

Un puto ajuste de cuentas dentro de un despiadado ajuste de cuentas masivo. Eso es Desterro”, una novela que sabe a Jim Thompson y huele a Tarantino, una novela de Barea.

“Un mal día para el resto del mundo, un día como otro cualquiera en Desterro. El viento palpita, exhala calor y polvo, y arrastra casquillos de bala”.

“Desterro” no termina en la página 186 del libro. Desterro continúa aquí en Fiat Lux. 

 .

El Diario de Desterro.

Por Manuel Barea.

 

SARCÓFAGO

14 de abril

Si estás en mitad del desierto de Lixeira no puedes oler nada. No puedes ver nada. Mas que la arena y el polvo elevándose hasta tu cintura y las nubes bajas que apagan el cielo y lo estrían flotando como peces bruja.

No puedes oír nada que no sean los siseos de las alimañas filtrándose por la caliza y entre las espinas de saguaros. A menos que avances. Que camines en contra de tu instinto de preservación. Que emprendas con paso vacilante la marcha hacia la gran formación rocosa vertical que ves a lo lejos. Entonces podrás escuchar el murmullo impreciso del motor del Volvo 240 con agujeros de bala que recorre una de las dos autovías que atraviesan el desierto.

La mujer mantiene la vista al frente. Anclada al horizonte. Sobre el volante del Volvo 240. El horizonte está sobre el volante del Volvo 240 y es una corriente de luz blanca que se estira a izquierda y derecha y de la que escapan las nubes como estelas de misiles balísticos. Suena la batería de Jo Jones. En el asiento trasero un chico de unos diecinueve años mira el desierto a través de la ventanilla. En algún momento se dice: Vaya mierda. A su lado hay una chica de diecisiete que también mira por su ventanilla. Tiene el pelo fino y muy rubio y la cara grasienta. Ambos con las manos cogidas sobre la tapicería del asiento trasero del Volvo 240. El horizonte fluctúa. Comienza a abrirse. Desgarrándose en hebras igual que el algodón. La hoja de asfalto lo divide. Los ojos de la mujer al volante continúan estáticos en el punto donde la hoja afilada y gris se hunde en la turbiedad del horizonte. En los estipes de humo ceniciento que arrancan desde ella. Los ojos de la mujer están cansados y bien abiertos. Los de la chica de diecisiete todavía húmedos. Los del chico enrojecidos. El aire del habitáculo es caliente y seco. En las alfombrillas hay migas de pan y restos de patatas fritas de hace Dios sabe cuánto. Las manos sobre la tapicería del asiento trasero sudadas. La hoja de afeitar de asfalto donde rueda el Volvo 240 es maleable. Traza un semicírculo cuando el coche enfila hacia una extensa planicie en cuyo centro se encuentra incrustada la gran formación rocosa vertical. El cielo se oscurece aún más. El horizonte se limpia y se vuelve abrupto. En él, las rectas danzarinas del terreno del desierto proyectan dientes de sierra al converger sobre la hoja de asfalto. Estos demasiado desenfocados como para que los ojos de la mujer encima del volante puedan reconocer su origen. Sigue la batería de Jo Jones. Las manos sobre la tapicería trasera se separan. El chico lleva la palma sudada de la suya al muslo y frota. Hace una pregunta cuando distingue restos metálicos y retorcidos a un lado de la autovía, ya entrados en el desierto, hincados en la arena. Delinean sobre ella un rastro a base de fragmentos de chatarra. En el arcén contiguo hay manchas negras y fragmentos de vidrio y plástico también negro. La cabeza de la chica asoma. Esconde los labios. No parece impresionada. Aparta la cara y continúa con la mirada perdida en el llano radiante que se extiende desde su ventanilla. Cruza los brazos en el torso. Flexiona las piernas. Ojos llorosos como si supiera lo que va a suceder. El pie de la mujer encima del acelerador afloja.

El Volvo 240 termina deteniéndose en medio de la autovía. Le faltarían por recorrer unos cien metros más hasta el punto donde parece —a los ojos de la mujer— haber ocurrido el accidente. El chico pregunta qué cojones pasa y coloca la mirada entre los reposacabezas delanteros. Pregunta qué coño es eso. La mujer separa las manos del volante y le ordena que se calle. Les ordena a los dos que se queden en el coche. No quiero más tonterías, Juan, dice. Apaga el motor. Abre la guantera y empuña el Taurus. Se apea del 240. Concentra la vista —todavía agarra la puerta del coche— en la panza supurante del camión que da la impresión de haberse arrastrado de costado desde uno de los carriles hasta el arcén. La cabina tumbada en los matorrales del margen. Detrás del camión la mujer cree divisar un gigantesco bulto negro que surge del contenedor y una gran caja de color blanco un poco más allá, en mitad de la carretera.

La mujer tuerce la cabeza hacia el extremo de la autovía por el que han venido. El cielo cuelga cerca de él, rayado a nubes nudosas. La hoja de asfalto está tan desierta como aquello que raja. La mujer cierra la puerta del coche y grita nuevamente eso de que no quiere más tonterías. ¡¿De acuerdo?! ¡No os mováis de aquí! La respuesta que consigue tras la ventanilla es una mueca del chico repleta de dientes. La mujer no la ve. Ya ha empezado a andar con decisión hacia el camión. Frena unos metros antes al concluir de qué se tratan el gigantesco bulto y la caja. La caja no es una caja. No exactamente. Es un arcón congelador. El gigantesco bulto, por su parte, es un gigantesco caimán. A todas luces muerto. Unos cinco metros del morro a la punta de la cola. Ese morro está sujeto al camión con cadenas que parecen sacadas del límite entre jurisdicciones de cualquier catedral gótica. El resto de la criatura sobresale del contenedor. El atrezo de una película de serie B. Derramado sobre el alquitrán. En el alquitrán hay pedazos de caucho y cristal y regueros de aceite y gruesos arañazos blanquecinos. Ocupan todo el ancho de la carretera. Algunas rachas de viento transportan briznas de arenisca que acaban en la piel acorazada del bicho y en la panza y el contenedor del camión. Deshecho. Es como el correteo de patitas de insectos o un tiroteo que transcurriera muy en la lejanía. La mujer ha permanecido un par de minutos totalmente quieta. Aguantando el pico de incredulidad. Observando. El Taurus bien sujeto a la altura de la cadera. Hasta que ha decidido aproximarse a la cabina. Desearía no hacerlo, desearía volver al 240. Los últimos días la han convencido de que nunca es buena idea pisar el freno y fingir interés. Del Taurus sale un clic. En el 240 Jo Jones termina de tocar.

Cuando la mujer está a punto de bordear la cabina y echar un vistazo oye un grito. A sus espaldas. Eleva el revólver.

¡Mamá!

La mujer bufa. Baja el Taurus. Piensa: Hijo de puta… Dice: ¡Te he dicho que te quedes en el puto coche!

¡¿Eso es lo que creo que es?!, grita el chico con un dedo puesto en el caimán.

La mujer va a contestar con otro grito. No lo hace. Acaba interrumpiéndola un golpe hueco. Tanto el chico como la mujer vacían el rostro. Despegan ligeramente los labios sin pronunciar palabra. Otro golpe. Más allá del gigantesco cadáver de la criatura. El arcón congelador retumba desde el interior. Golpes y voces que resuenan ahogándose desde el interior. El Taurus pesa algo más que hace un minuto.

La mujer se da la vuelta.

No puede ser…, masculla.

El chico hace alguna clase de pregunta. Ella no puede oírla. Pasa de largo la panza del camión —desde ahí se propaga una pegajosa ameba negra— y camina con cuidado y a una distancia prudencial de la cola del bicho. Tiene un aspecto gomoso. La mujer se acerca al arcón. De repente inmóvil. De repente vuelve a oírse un eco desde dentro. La tapa vibra. Está cerrada con un candado que se zarandea con cada aullido y cada golpe. Pronto las voces cesan y ya solo quedan los choques. La mujer siente una rigidez en la mandíbula y la mano en torno al Taurus que aumenta con cada una de las múltiples hipótesis sobre la naturaleza de lo que sea que contiene ese arcón en mitad de la nada.

¡Te lo juro por Dios, Juan, vuelve al coche con Carla!, grita la mujer. Algo en la orden hace que el chico se active. Un rezongo y muelas apretadas. El chico está dando pasos atrás. Pronto volverá al 240, primero aprisa y enseguida con lentitud. La vista abajo intercalada con momentos en los que decidirá detenerse y trasladar la mirada hacia el lugar del accidente. Donde la mujer, firmemente clavada al suelo, se alza junto al arcón. Donde de pronto retronarán disparos de revólver y el candado y parte de la tapa y una de las paredes del arcón estallarán. Donde el arcón se abrirá de forma violenta, como si la presión fuera insostenible, y escupirá a un hombre que pese a sus estertores y voz rota y exhausta no dejará de rugir y repetir una y otra vez la misma sola palabra que tanto el chico como la mujer e incluso la chica encogida en el asiento trasero del 240 dirían que podría escucharse en todo el desierto de Lixeira —lo único que en este instante oirías en él—, aplastando los siseos y el susurro del viento y las espinas: Desterro, Desterro.

Desterro. Manuel Barea. Revista Fiat Lux. 2016.04

29 de marzo

El balcón del apartamento —un tercer piso— de la familia de Emilio Laborda en Línea Base. La ciudad es Martires. Hace horas que ha caído la noche. Desde el callejón de abajo, tal vez un estrecho patio interior, ascienden los infelices quejidos de un pit bull.

Estoy hasta los cojones de ese puto perro, dice Emilio Laborda. Está fumando y bebiendo de una lata. Acodado en la barandilla. No hay luces en el balcón. Tampoco abajo. Ya he tenido varias broncas con ese capullo, pero ahí sigue… Algún día va a arrepentirse y mucho.

José Laborda se encuentra detrás, de pie. En la oscuridad del balcón. Al igual que su hermano, bebe y fuma y tiene la mirada perdida en las motas amarillentas que pestañean y ocasionalmente se agitan en el vacío apagado de calles y bloques de pisos que circunda Martires. Recortado en polución naranja. José Laborda nunca ha respondido a los rodeos de su hermano. Al menos no con más rodeos. Se le acerca por la espalda y le da una palmada en el hombro que se convierte en un agarrón. Sigue observando la nada de más allá de la barandilla. La insignificancia de Línea Base. Emilio Laborda se da la vuelta e intenta sonreír. La noche es silenciosa salvo por sirenas, motores y alaridos esporádicos.

Venga, hermanito, dice José Laborda. Al grano.

Emilio Laborda traslada la mirada de la cara de su hermano a lo que hay tras ella, el cristal de su salón. Las mujeres de Emilio y José Laborda tragan bourbon y fuman encima del hule de la mesa de comedor. Los platos, cubiertos y fuentes con restos de la cena a un lado. Vasos con culos de vino y servilletas pringadas hechas bola. Ríen. Cogen la botella, se sirven más, se ceden el mechero. Utilizan las manos y los brazos para enfatizar lo que sea que estén contándose. Hace poco que Juan y Carla se metieron en la habitación de esta para ver una película o algo así. Emilio Laborda piensa que nadie debería necesitar más. Y que sin embargo hay que ser capaz de asumir determinados sacrificios para que noches como esta perduren. Porque todo podría acabar mañana. Eso es lo que está a punto de decirle a su hermano. Mirándolo de nuevo a la cara. Sin rodeos.

31 de marzo

Esto no debe salir así. No debía salir así. Efraín Fuentes está moliendo con su puño derecho la cara del Parra sobre el suelo del cuarto de baño del 3º E. Mientras lo llama —en voz baja— Hijo de puta. Le dice Solo tenías que hacer una puta cosa… El Parra no emite un solo sonido ni durante ni después. Su cara es una papa de las violetas. En el suelo del cuarto de baño del 3º E. Su sangre aterriza sobre otra ya reseca. Ahora reposa la cabeza cerca de la bañera. Dentro hay un hombre muerto. Atado a la tubería. El pasillo del edificio donde está la puerta del 3º E es una tumba. Ahí está Espino. Quemando un Chester. En la pared junto a la jamba de la puerta del 3º E. Va vestido con un chándal verde pimienta y Vans. Sin ropa interior ni calcetines. Solo si presta mucha atención sería capaz de oír lo que pasa en el cuarto de baño.

Efraín Fuentes está llamando —el canto de su puño derecho— a la puerta del 3º E. Responde con un Soy yo a la pregunta del otro lado. El Parra abre. Cara de funeral. Espino se queda fuera.

¿Qué pasa?

Al Parra no le queda más remedio y lo sabe. Tampoco es un tío de evasivas. La viveza no es su fuerte. De modo que conduce a Efraín Fuentes desde la puerta hasta el baño. Pocos metros. Marcha pausada. Efraín Fuentes lleva las manos metidas en su chupa. Espino ha cerrado la puerta. Enciende un Chester con un ojo puesto en la escalera y el final del pasillo.

Efraín Fuentes saca el botecito de OxyContin del bolsillo de la chupa y se lleva dos a la boca y las mastica después de unos treinta segundos de pie en el baño escudriñando lo que tiene delante. El Parra está a su lado. Con las manos unidas. Posadas en la punta de la nariz. La nariz moquea. Toda la cara del Parra a un paso del llanto o la súplica o ambos. Previa transformación en papa. Efraín Fuentes se guarda el botecito de OxyContin. Sin dejar de observar el cuerpo sujeto a la tubería de la bañera. La piel cerosa. Rota. Lacerada. Boca y ojos semiabiertos y legañosos y músculos faciales contraídos en una mueca de máscara kabuki. La muñeca descoyuntada. Un hongo purpúreo. Cuelga de la brida de nylon como un salchichón. Sí, lo de Efraín Fuentes no es el sentido del humor, pero se le viene a la cabeza la posible razón de por qué a esto de aquí suele llamársele Fiambre. El pensamiento no tiene exteriorización física o verbal. A excepción quizá de una apretadura de puños y dientes. El Parra sorbe mocos, lleva las manos todavía unidas al bajo vientre. Se encoje de hombros. Tembloroso.

Macho… yo… te, te lo juro… le metí el chute de epinefrina… como me dijiste, pero…

Efraín Fuentes interrumpe el balbuceo con un derechazo a la mandíbula que suelta sin siquiera inclinar el torso. El Parra se derrumba sobre el lavabo. Se aferra a los lados. Callado. Varias líneas rojas como patas de araña que convergen en el desagüe. Se deslizan sobre la lama y caen al vacío. Efraín Fuentes engancha al Parra por el pelo y lo tira al suelo y ahí se dedica a molerle la cara, que se convierte poco a poco —descargas de nudillos— en una papa de las violetas. Su sangre aterriza ahora sobre surcos de otra reseca. En los bordes de la bañera. La voz baja de Efraín Fuentes. Hijo de puta. Hijo de puta. Hijo de puta. Solo tenías que estar pendiente. Puto colgado de mierda. Hijo de puta. Solo tenías que hacer una puta cosa. Es posible que los puntos y seguido se correspondan con puñetazos. Triturando piel, carne, hueso, cartílago. El Parra apenas oye un pitido y poco más. Palabras sueltas que parecen flotar en el aire viciado del baño. El mal olor es causado por las bacterias. El Parra no emite un solo sonido. No sería fácil dada la transformación de su boca y nariz en componentes de tubérculo. Pero ni lo intenta. Solo contempla desde abajo cómo le caen los nudillos de Efraín Fuentes. Los encaja gracias a un evidente ejercicio de voluntad. No se desmaya ni gime ni pide perdón. Traga. Esta vez no tiene tan claro que vaya a acabar en un hospital. Efraín Fuentes termina y se lava las manos. Esto no debía salir así. Espino aplasta contra la pared el filtro del Chester cuando Efraín Fuentes sale del 3º E tratando de ocultar los resuellos.

Te lo dije.

Ambos hombres se miran.

No me jodas, Rafa, dice Efraín Fuentes. Las manos en la chupa. Una juguetea con el botecito de OxyContin. El sonajero de los adultos. Ve a buscar a estos dos. Esta noche tendremos que nadar en mierda. Para variar.

Desterro. Manuel Barea. Revista Fiat Lux. 2016.04

31 de marzo

Abre el maletero. Se concentra en su ocupante. Está de costado, en posición fetal, con la cara increíblemente cerca de las rodillas. La curva de la columna muy cerrada. La piel de los antebrazos y el cuello con apariencia de queso El Cigarral. La muñeca a la vista granate tirando a azul marino. El triple de tamaño que una corriente. Bajo la oscuridad del aparcamiento del Merkamueble de la avenida Hytasa. Casi medianoche. Cierra el maletero. Pierde la mirada en una pared de ladrillo con líquenes en el extremo del aparcamiento. Un olor a tierra mojada. La noche es calurosa. Hay pequeñísimos insectos revoloteando en el aire. El aire que flota pringoso. El agua que empieza a caer de las alturas es negra y aceite y se pega a la cara y el cabello y la chupa de Efraín Fuentes. El Scorpio del 85 es el único vehículo estacionado en el aparcamiento. Cruzado. Ocupa dos plazas. E. F. echa mano de su botecito de OxyContin. Rumia con los ojos en la tapa del maletero. Los ocupantes del Scorpio del 85 que quedan con vida son Barbosa —al volante—, Malle —en el asiento del copiloto— y el Parra. El Parra detrás. Medio inconsciente. No le queda nada en el estómago ni la nariz. Solo un gargareo entrecortado cuando logra introducir y expulsar aire. La cabeza hinchada de sangre fuera de su sitio recostada en la ventanilla. Las gotas sobre el cristal y la cabina del Scorpio suenan a metrónomo a más de 200 negras por minuto. Hace un buen rato que el motor no gruñe. Que la calle dejó de hablar. Se escucha el golpeteo de la lluvia caliente y nada más. E. F. ya está empapado. Ya sueña con un vaso de agua con hielo y una toalla y el sofá de casa y las manos de Raquel y sus piernas rodeándolo en el sofá de casa. Se acerca a la ventanilla de Barbosa. Extiende la palma de la mano y da un golpe seco al techo. Chapotea. Andando, dice. El Scorpio gruñe de nuevo. Atraviesa el aparcamiento y se pierde por la avenida tras la cortina de agua oleaginosa. E. F. agita su botecito de OxyContin en el bolsillo de la chupa. Acaso suspira Raquel o lo dice para sí. Suspira igualmente.

Al cabo de unos minutos de chaparrón aparece el Ibiza de Espino. Este le hace una pregunta a E. F. en el momento en que E. F. se sienta a su lado y moja la tapicería y decide seguir con la vista en el muro de líquenes que ahora deforman las cenefas de agua de los limpiaparabrisas sobre la luna delantera. Es un coche demasiado llamativo. Tiene cualidades de cápsula del tiempo o nave espacial de ciencia ficción setentera. La mayoría relacionada con luces azuladas que quieren imitar al neón y alerones. Espino ha puesto un cedé de los Doors. Un recopilatorio probablemente. Algo —quién sabe si Alguien— ha querido que en este instante esté cayendo «Riders On the Storm». E. F. no contesta a la pregunta. O lo hace, pero no de una forma clara. Dice que tendrán que hacerlo ellos dos. Que tendrán que improvisar. Espino se aclara la garganta.

¿Y qué coño piensas hacer cuando vean que el fulano no está por ninguna parte?

E. F. se masajea la sien derecha. Le pide a Espino que baje el volumen. Espino se queda mirando a E. F. La cabeza gacha.

¿Has traído las pipas?, dice E. F. Ojos cerrados.

Sí, lo que me has dicho, están en el maletero.

Eso es. E. F abre los ojos. Los limpia a velocidad media deforman el muro de líquenes que desaparece tras el telón lluvioso del aparcamiento. Conduce.

Antes de llevar el Ibiza a la avenida y de camino al punto de encuentro y de que por fin E. F. establezca contacto visual, Espino baja el volumen.

1 de abril

No hablan durante buena parte del trayecto. Hasta que José Laborda pide por favor que pare. Emilio Laborda detiene el Volvo 240 a un lado de La Raza y José Laborda abre la puerta y devuelve parte de la cena. Eructa. Tose. Escupe. Emilio Laborda mantiene una expresión neutra mientras su hermano vuelve al asiento y cierra. Respiración pesada. Con todo su cuerpo. No te preocupes. Va a ser rápido. Te lo dije: Chiris quiere un mete-saca. Punto. Tú solo sangre fría. Mantén un ojo abierto y ya está. Estamos fuera antes de que te des cuenta. Me lo prometiste, compadre, ¿te acuerdas? Un meneo de cabeza. Un esbozo de sonrisa en el rostro de José Laborda. Dura un segundo. El 240 regresa a la carretera. Después de un tramo de la 8028 tuerce hacia una vía de servicio y acaba internándose en un descampado situado sobre uno de los vértices del triángulo que en el plano cenital completa con almacenes en fila y un punto limpio. Los dos hermanos continúan en silencio. Las largas se activan. Iluminan el frontal de un Seat Ibiza tuneado y absurdamente llamativo. Encima de amplios charcos. Albero enfangado. Un resplandor azulón. Bajo una solitaria palmera que se balancea en la tormenta. Podría llegar hasta el cielo: el tronco se pierde fuera del haz de las largas y el brillo eléctrico. Emilio Laborda agarra la mochila a los pies de su hermano. Le dice que se quede en el coche.

Tranquilízate, dice. Cinco minutos y fuera preocupaciones.

La mirada de José Laborda no se separa de sus pies. Asiente. Emilio Laborda deja el motor en marcha. Se apea. Por un instante el retumbo atronador de la lluvia se desboca. Desaparece con el portazo. El pelo aceitoso gotea en el regazo. Hipnotizante. Las manos tiemblan. Frías. Entumecidas. Las pupilas dilatadas. El habitáculo lúgubre del 240 como el sótano de una abadía. El tamborileo sordo de fuera. Caen plomillos.

José Laborda ensimismado. Lejos de allí. No ve al hombre que surge de la penumbra de detrás del Seat —cierra el maletero— y habla con su hermano. Excusas. Excusas, Fuentes. No he venido a por excusas de mierda, ¿sabes? Tú dame el puto dinero y punto. Ya veremos qué pasa luego. José Laborda no es capaz de oír la conversación. Solo un rumor. Tampoco las voces. Cada vez más alto. Una discusión. Tampoco escucha los disparos. No del todo. Chasquidos huecos. Y después solo silbidos. Algo silba sobre su cabeza y los goterones estallando en las carrocerías y el lodo. Como una muchacha que pronuncia esa ese sibilante e insoportable. Llena de saliva. Escurriéndose entre los dientes. Un repiqueteo. Impacta en el 240. Se agita. Despierta. La vista de cuajo al espejo retrovisor. Ahí un bulto informe sale del Seat y enseguida se desploma tras otra ese de cascabel. Entonces José Laborda cree sentir una nueva vibración a ras del pecho y más adormecidas las yemas de los dedos. El cosquilleo. Quién sabrá cuál será su reacción al salir del habitáculo del 240 y ver a su hermano muerto sobre el fango y a los dos hombres que agonizan —uno deja caer un hierro con silenciador y mete la mano en el bolsillo de su chupa; el otro eleva lo que parece una .380 y su frente se agujerea después del último silbido— fuera del Seat. Bajo el aguacero. En el lodo. Un terror paralizante al principio, quizá. Lo normal. Supone. Y luego —con ese último disparo— el impulso de tirarse al barro donde yace su hermano. Hundiéndose. Arrastrarse sobre los charcos. A por la mochila. En ella los billetes absorben agua, se engurruñan. Cinco minutos y fuera preocupaciones. O todas las que un hombre como José Laborda pueda imaginar.

(Continuará…).

Foto de portada: Luis J. Palomero.

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