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Navajero. Por Jordi Juan


De Valencia, escritor y guionista, con los premios Silverio Cañada y Getafe Negro en la mochila, Jordi Juan se instala en Fiat Lux.

Viene para quedarse. Trae perfiles satíriconegroides y canallas de personajes de actualidad, y trae relatos. Trae también oxígeno y gasolina.

Su incorporación, como la de José Aurelio Martín y las que van a ir viniendo, da/dan lustre y empaque a uno de nuestros nuevos mandamientos para el nuevo curso: leer siempre lo mismo puede tener efectos nocivos (mira Rajoy con el Marca).

Bienvenido, por tanto, Jordi (bienhallado debes decir tú que estás leyendo). Para su estreno hemos elegido este espectacular tratado sobre la nalgopatía y el nalguicidio.

Por cierto, quien (aún) no haya leído Ángulo Muerto está cometiendo un grave error.

 

 

Navajero.

Por Jordi Juan.

 

A menudo la desgracia nos hace perversos. Cuando compró aquel estilete, ignoraba por completo la aplicación precisa que iba a dar al instrumento. Bien pudiera haberlo dedicado a cortar jamón de recebo, sajar balas de algodón o raspar el reverso de los sellos exóticos que coleccionaba desde niño. Sin embargo, Sagrario se marchó de casa semanas después y con su ausencia llegó el dolor y, bajo su influjo, los malos pensamientos en tenaz gradación ascendente: suicidio, homicidio, magnicidio, parricidio, genocidio. Rechazó los cinco por excesivos y dio en concebir otra suerte de desahogo a medida de su talento: el nalguicidio. Aquella traicionera costumbre sarracena. Por más que lo intentase, no se le ocurría otra venganza tan acorde con sus propósitos.  Así, en lo sucesivo, se dedicó a afilar su espiche y a rememorar uno a uno los episodios infamantes de su biografía.

Algo había fallado en su existencia desde el principio para conducirle al abismo en que ahora mismo se hallaba instalado.  Una carencia reiterada y exponencial que no había hecho sino ahondar en su insatisfacción al verse siempre superado, cuando no estafado u ofendido, a penúltima hora y en todos los terrenos, por algún rival más competente. Durante mucho tiempo optó por la asunción de su carácter falible e inferioridad palmaria; pero, libre del freno que representaba su amor por Sagrario, era cada vez más consciente de esa merma progresiva. Debía, por tanto, detectar cada una de estas zonas de sombra, de afrenta sucesiva que jalonaban su vida. Darles un nombre, un relieve; y proceder a su presa y castigo inexorable. Sería una forma como otra cualquiera de paliar su desdicha.

Empezó, no obstante, por la injuria más obvia, también la más sobresaliente. Juansín, el amante caribeño de Sagrario. Le persiguió embozado a la salida del trabajo y le sorprendió por la retaguardia mientras subía al coche. Le inmovilizó con brazo de hierro y con su mano libre le acuchilló el culo, sañudo. Una, dos, tres, cuatro, cinco y hasta seis ocasiones. Repartió los navajazos equitativo entre ambas nalgas pero con suma fiereza. Luego, huyó amparado por las sombras nocturnas mientras Juansín aullaba de dolor y perplejidad.

Su segunda víctima fue Salcedo, el redactor jefe de su periódico. Su resentimiento por aquel tipo no era acendrado ni especialmente urgente. Se trataba de una mera cuestión de coherencia. Si Juansín le había jodido en lo sentimental o en lo familiar, Salcedo lo había hecho en lo laboral. Y debía pagar por ello. Espió las rutinas del periodista durante tres días y le cayó al cabo por la espalda en el vestuario de su gimnasio. Le abordó a la salida de las duchas y le apuntilló concienzudo ambas nalgas. Tres rápidos pinchazos por cachete. Luego, abandonó aquellas instalaciones deportivas mientras su víctima blasfemaba reclamando auxilio, y se extravió entre el tráfago vespertino de la ciudad con una inopinada sensación de bienestar.

A la semana siguiente le tocó turno a Cachito Bermúdez, el marrajo que le había birlado en su adolescencia la capitanía del equipo de fútbol barrial y su puesto como medio centro titular, amén de a Teresa, una hincha opulenta e insaciable. El pobre Cachito se había convertido, treinta años mediante, en un feo despojo. Parado, divorciado y arruinado, se bebía hasta el agua de los floreros del mismo bar del barrio donde antaño se citaban para festejar tras los partidos. En tales circunstancias no fue difícil sorprenderle en mitad de su zigzagueante regreso a casa por el barrio y darle de puyazos en el culo. Tres por nalga.

Durante los meses posteriores fueron sistemáticamente acuchilladas las nalgas de Pacho Barragán, un enconado enemigo estudiantil; Tano Contreras, un crítico literario adverso; Tino Donoso, un crítico literario proclive; el leguleyo Domínguez, un tarado con toga que estuvo en un tris de llevarlo a presidio; y el promotor Trinquete, quien le había hecho víctima de un sablazo inmobiliario. Asaltos todos ellos perpetrados con la nocturnidad, alevosía, método y número de los ejemplos precedentes.

Dada su asiduidad perforadora, muy pronto los medios de comunicación comenzaron a hacerse lenguas sobre el navajero desaprensivo que habitaba de tapadillo entre nosotros. Cuando las fuerzas de seguridad se lanzaron a la pesquisa, supo que tarde o temprano atarían cabos y sería descubierto. Mas no por ello sintió temor alguno. Al contrario, el peligro o acaso el ansia encubierta de punición le azuzó de nuevo a la venganza nalguicida.

Espoleado por un inaudito frenesí, asaltó esa misma semana los traseros desguarnecidos de Adolfo Céspedes, displicente rival de mus; Bernardino Comesaña, ruidoso vecino de adosado; y El Beatus, su decrépito profesor de latín y griego en el bachillerato. Tres culos. Seis nalgas. Dieciocho navajazos más.

El cerco policial avanzaba en paralelo a su actividad indiscriminada. Igual que el terror del pueblo. Se formaban patrullas ciudadanas que, a la caída de la tarde, vigilaban la retaguardia de sus convecinos. Se vivía un clima de histeria creciente. Nadie se fiaba de nadie y todos se miraban con recelo entre sí. Nunca se le daba la espalda a un desconocido. No era extraño ver por la calle a individuos que se giraban cada cuatro o cinco pasos y se tentaban las nalgas, con fugaz alivio. La prensa se preguntaba por qué el Navajero tan sólo atacaba a hombres y fantásticas teorías sobre su condición bien homosexual, bien homofóbica, en cualquier caso sexista, fueron propaladas sin rubor. Hubo también quienes dieron por seguro que tras el Navajero se amagaba una mujer, acaso una amante despechada, y la vida amorosa de las víctimas acabó por examinarse a la minucia. Él mismo resultó interrogado a cuenta del trasero de Juansín; pero se salió de rositas gracias a la total ausencia de pruebas. Si bien, desde ese momento se supo en el punto de mira policial y extremó sus precauciones.

Blogs especializados y criminólogos de postín rivalizaban en las tertulias con sus interrogantes encadenados: ¿Por qué el culo? ¿Por qué justo esa y no otra parte de la anatomía era  no ya el objeto preferencial, sino el exclusivo de los ataques? ¿Por qué seis navajazos por víctima? ¿Por qué tres en cada nalga? ¿Qué pavoroso significado cabalístico escondían aquellas cifras? ¿Cuál era el perfil psicológico de aquel o aquella nalgópata contumaz? ¿Hasta dónde llegaría en su desfachatez y agresividad compulsiva? ¿A que esperaban las autoridades para detenerle? ¿Es que no había Dios?

Ni que decir tiene que todo aquel revuelo le resultó delicioso. Nunca antes había gozado de la vida tanto como en aquellos días. Su propia relevancia, aunque clandestina, le colmaba de entusiasmo. Paseaba por la ciudad alegre, poseído por un mórbido e incógnito orgullo, comentaba con sus vecinos las incidencias del caso, leía los periódicos con atención mientras se regodeaba en su impunidad. Había, eso sí, resuelto hacer un parón en sus ataques.

Por un lado la prudencia y, por otro, la circunstancia de haber cubierto casi por completo su cupo previsto de víctimas le condujeron a ello. Acuchillar culos desconocidos nunca le reportaría el mismo grado de satisfacción. Estos fueron descartados desde el principio, al igual que los femeninos, en un galante ejemplo de discriminación positiva. Sabía que con ello eliminaba a la mitad de sus potenciales víctimas, pero alguna solución encontraría. Se trataba de volver sobre su pasado con lupa. Si lo hacía, estaba seguro de hallar sin la menor duda nuevos agravios dignos de su navaja. Aunque ahora no, ahora iba a disfrutar de su éxito.

Aquella noche salió a cenar con sus amigos más queridos, hizo bromas y veras sobre la identidad del Navajero, asistió a un concierto de jazz, trasegó copas en exceso y acometió la retirada al hogar a hora prudente. Dio propina al taxista y se detuvo por un rato en la calle a respirar la bondad de esa noche estival. Cuando se disponía ya a entrar en casa, escuchó a sus espaldas algo semejante a un fragor de tormenta y fue acogotado con ferocidad por un invisible atacante. Sintió al punto su aliento acre, su impostura.

Así, mientras el fierro penetraba en su nalga izquierda una, dos y tres veces, y antes de recibir la cuarta incisión en su nalga derecha, experimentó la humillación definitiva. Se reconoció con la quinta pulla víctima de un aplicado imitador, apenas un falsario epígono que, un sexto y último puntazo se lo confirmó tajante, sería al cabo el detenido, el culpable oficial, el verdugo que le arrebataría como siempre en su vida la gloria, el triunfo, el éxito. Aquel perverso remedio de la desgracia.

 

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