Relatos, Soy Novela 1

Tatiana Goransky: “Lo maté porque era mío”


foto portada

 

Así la conocimos: la mejor forma de matar es olvidando, y a ritmo de jazz se presentó.

Ahora Tatiana Goransky vuelve a este territorio Fiat Lux a contarnos que lo mató porque era suyo y a explicarnos cómo lo hizo.

Tatiana Goransky: “Lo maté porque era mío

No hay paz en esta ciudad. Y después dicen que Buenos Aires es la Reina del Plata. Huelo el riachuelo desde donde estoy sentada. Huelo los huesos pelados del que fue mi amante, tirado ahora a la buena del fango y el agua. Lo maté porque era mío y mío murió”.

Alicia Moreno, “Las voces de los otros”

1

No uso bombacha. Es una confesión que debería haber hecho hace tiempo. Me gusta aprovechar las narices de los que pasan. Me gusta que queden desorientados. Me gusta que no sepan si les atrae o no.

Al principio, fue solo uno más de los que se sintieron atraídos por mi perfume, que imaginaron el despoblado bajo mi pollera como un cuarto de hotel. Me dijo que no tenía apuro, que sabría guardarse las manos hasta que fuera el momento correcto. Me pareció entretenido jugar con su fuerza de voluntad. Ver hasta dónde aguantaba morirse de hambre. Ver su cara arrugada por el deseo, ver cómo se sentaba a mi mesa y nadie venía a ofrecerle nada. Mis predilecciones por cierto tipo de hombre y punto.

Después, vino la cama. Un cuarto cualquiera, un sexto piso por escalera, la parte más poblada de la ciudad. Los balcones daban a la peatonal, no había sábana de arriba ni cubrecama. La hora la contaba un reloj con segundero ruidoso. Pensé que ese reloj era el antiafrodisíaco perfecto. Que ningún hombre podría hacer un buen papel. Pensé que bajo su pantalón iba a haber poca cosa. Lo denigré en mi cabeza, me preparé sin coquetería.

Entré al baño, dándole tiempo para arrepentirse. “Nunca vas a estar a la altura de ese primer encuentro en donde me besaste mal (bien)”. Lo pensé, no lo dije. “Vas a pasar a formar parte de mi pintoresca galería de chapadas en zaguán”. Ya no se usa más la chapada ni el zaguán pero, en mi libro de fotos mentales, son dos elementos que se repiten.

Cuando salí del baño me encontré con otra cosa. No se había arrepentido ni se había apurado. Al parecer sí sabía guardarse las manos hasta el momento correcto.

Su cuerpo era un palenque, que no se diga más. Destapados nos abrazamos, destapados nos dejamos caer sobre el colchón, destapados nos metimos el uno adentro del otro. Ahí vino la segunda sorpresa. Mi útero retráctil, su penetrador con un leve arco que se acomodaba perfecto. Quedamos de frente, abotonados. Disfrutando de los espasmos que no necesitaban movimiento extra. Traté de ser elegante o por lo menos indiferente ante el acontecimiento. Agotada y alegre me vestí en una sola toma. Si hubiera tenido pantalón, me habría ocupado de hacer un chirriante ruido con el cierre, pero mi pollera no tenía dramatismo. Se subió sola, acomodándose a mis caderas bien armadas, mientras las medias can can fluían compinches por las piernas y caía mi sweater seguido del sobretodo invernal. Todo en silencio, en un bello y armonioso silencio.

Lo vi sonreír satisfecho. Su cuerpo todavía corcoveaba. Tuve mi segundo de duda. Pensé en participarlo de mis emociones (estaba emocionada), quería decirle que nunca me habían entrado así, tan tetris. Quería gritarle caballo y convertirme en su objeto. Quería advertirle que odiaba los ligueros y que nunca me los pondría por él ni por nadie. En lugar de eso me puse las botas con cierre (a estas sí las hice chirriar) y salí dejando la puerta abierta. Él, quedaba desnudo sin sábana de arriba. A la vista de cualquiera que caminara por los pasillos del hotel. Yo, me fui sin dejar mi mitad por el precio de la habitación. Nunca había pagado, pero esta fue la primera vez que casi dejo mi mitad.

Pasaron meses.

2

Entonces, todo se disparó. Los encuentros se hicieron frecuentes. No lográbamos saciarnos. Deambulábamos en estado de erotismo continuo. La gente se daba cuenta. Se me veía en la cara, en el pelo, en los ojos arrobados. Mi cuerpo ya no era mío, era ropa prestada, ropa que cambiaba de talle. A veces, me quedaba ajustada, otras, enorme. Él ordenaba. Su cuerpo (antes mío), respondía sin contradecir. Su cuerpo (todavía de él), lo intervenía, le hacía el amor cuando yo estaba y cuando no, también. Era como un partido de ajedrez jugado por un único jugador. Él era las blancas, las negras y la mano que movía ambas. O tal vez me equivoco, yo era las blancas o las negras. Era alguna de las dos porque podía sentir todo y estaba inmensamente feliz. Quería que me amara en todos los cuartos de la ciudad, en todos los baños de los bares, en todos los zaguanes que ya no existían. Quería querer ponerme un liguero, pero no quería.

Pasaron meses.

3

El sexo casual dio lugar al sexo nada casual, el amor casual hizo lo mismo. Y yo, mujer sin hijos y grande, empecé a desearlo. Quería que me montara a pelo, quería que me hiciera un hijo varón. Cada vez que llegaba al orgasmo gritaba lo mismo “haceme un pibe, haceme un pibe” y él, se chorreaba sobre la sábana o sobre mi panza, abultada y con ombligo generoso, ombligo que hacía de pelopincho enamorada. Brusco era el deseo de que me llenara, y así de rápido se iba cuando estábamos vestidos. Desnudo lo quería para preñarme, vestido para proponerle un nuevo lugar de encuentro. En el medio no había nada. Solo días sin sentido, campos de espera, calendarios sin cruces rojas que esperaban por el próximo cuarto, baño, zaguán, estación de tren, despoblado del conurbano, parte de atrás de taxi, bañadera de telo, esquina con quiosco cerrado, parada de colectivo. En mis ratos sin él lo pensaba despierta, me pisaba un auto, dos, tres. Moría de deshidratación, me olvidaba de lavarme el pelo. En mis ratos sin él no había ratos, las horas no se dividían en minutos ni segundos, todo era tiempo estanco. Una pileta sucia.

Y le grité de nuevo (siempre, siempre) “haceme un pibe, haceme un pibe” y él otra vez más lo hizo afuera de mí, un pibe lindo y otro y otro. Un cuarto lleno de pibes estampados en sábanas pegajosas. Un pibe por semana. Un pibe por encuentro. Y tuvimos más de cien. Era carísimo mantenerlos, alimentar tantos pibes, enseñarles a hacer las cosas bien, a tener un mismo apellido, a embarazar a una chica joven y fértil. A continuar esa familia gigante. Y de nuevo lo soñaba despierta. A él y a todos nuestros pibes. Sus caras, la mía. Sus cuerpos, el de él.

Y pasaron meses.

4

Al final lo discutimos vestidos. Un día, un turno de retraso, mucha cola en el hotel alojamiento. Mudos y con frío. Le dije que creía que lo decía en serio. “En serio quiero que me acabes adentro”. Me dijo que él lo hacía, los hacía, me hacía todos los pibes que quisiera pero que yo estaba vieja, y que él no podía hacerse cargo de más chicos. Me dijo que los había estado haciendo por años, que las mujeres siempre le pedían lo mismo, que era considerado un poblador de pueblos, un padre de balnearios completos. Me confirmó que hacía pibes lindos, siempre varones, siempre con hoyuelos en el cachete derecho, siempre bien armados y bien predispuestos, siempre atentos a los pedidos de las mujeres. Hacía machos “de verdad”, hacía machos que “te parten las ancas y te llenan de leche”.

Me sentí rara. Por un lado me alivié al entender que ese deseo no era mío. Era un deseo prestado o al menos consensuado. Todas las mujeres estaban destinadas a pedirle lo mismo. Todas querían su simiente, todas querían que les engordara la panza. Pero, al mismo tiempo, no pude dejar de sentirme una copia de una copia. Uno de esos cien pibes que hicimos pero no hicimos. Yo quería lo que querían todas y si tanto lo deseaba y ellas también y si tanto lo necesitaba y ellas también, era entonces pista de que él estaba a cargo. Él mandaba y yo no. Yo había estado a su merced todo el tiempo, rogándole el mismo pibe que le había rogado la anterior.

Y pensé que tal vez tenía que empezar a usar bombacha. Y, pasaron meses.

5

Acepté. Le dije que sí. “Sí, hacémelo igual”. Y planeamos la noche. Iba a ser especial. Íbamos a hacerlo en una cama de agua. Hacer un pibe líquido que se gestara y naciera con la misma facilidad. Que no doliera ni adentro ni afuera. Y me dijo que no me preocupara. Que lo había hecho mil veces, que nunca le tomaba más de un intento y que iba a ser el último, con el pibe que me iba a hacer a mí, cerraba la línea. “Cierro la fábrica”.

Usé el liguero que dije que no iba a usar nunca, pero me lo pidió y yo, ahora, obedecía. Fue en el hotel que él eligió, sobre Panamericana. Era caro y esta vez lo pagué completo.

Me dijo que quería hacérmelo de espaldas, agarrando con su mano derecha mi cuello, la izquierda liberada para tirar de mis crines, su voz pegada a mi oído instándome a que se lo pidiera de nuevo en voz alta “pero esta vez decímelo bien segura, quiero escuchar que lo querés de verdad, que me querés de verdad”. Y lo grité una y otra vez, y me dolía la garganta aplastada por su mano y me dolía la cintura galopada por su peso y me dolían los ojos que lloraban emocionados y pude sentir el ruido de toda esa leche (de todo ese pibe) saliéndole de adentro y pude sentir el momento en el que se volcó, y la olí y la probé y la toqué con mi cabeza y su olor era dulce, su gusto a palta, su textura resbaladiza como el hielo de un trago. Y me la tomé toda. Mi cuerpo la absorbió con la sed de mis cuarenta y cinco años. Y tuve de pronto la piel más lisa y menos bolsas debajo de los ojos. Y las uñas me crecieron largas y el pelo se me puso fuerte y brillante. Y grité. Grité tanto que todos los que estaban cogiendo en ese hotel salieron al pasillo y escucharon, solemnes. Todos miraron los fuegos artificiales de fin de año. Todos con una copa de champagne en una mano y un nene ya crecido en la otra, familias y familias potenciales escucharon mi grito de mujer en celo y después, horas más tarde, se pelearían por la habitación de la cama de agua.

Y pasaron meses.

 

6

Tres meses y sangré.

Él dijo que yo era la primera que no había podido incubar su regalo. Dijo “regalo” y yo puse cara de espanto. Nunca lo había escuchado hablar así y no me gustó. No me gustó sangrar nuestro pibe y no me gustó ser la excepción. Fue la primera vez que quise ser todas, que quise ser parte de un grupo, de un clan, una colonia. Que quise vivir en Utah en territorio polígamo. Que quise decir “nosotras” y “vos”.

Y ese día no quiso desnudarse y yo estaba rabiosa. Dijo que no merecía ver su cuerpo, que su cuerpo era para engendrar y que yo lo había desobedecido, que me tenía que ganar su desnudez de nuevo. Que lo tenía que querer con ganas.

Yo lo describí completo. Pensé que si le demostraba que su cuerpo era mi único mapa, si le hacía saber que los días que estaba sin él no vivía en ninguna parte, si lograba explicarle que entre un polvo y otro para mí no existía nada, iba a ganarme su perdón y un pibe nuevo. Más rendidor.

Pero no quiso sacarse nada. Se abrió el cierre del pantalón y sin mostrarme siquiera su pecho campero, me montó de frente y fuerte, fuerte en serio. Grité loca. Pero nadie salió al pasillo, estábamos sobre las vías de un tren abandonado. Había pasto largo por todas partes y suciedad en serio, de esa que solo se arma después de años de abandono. El olor era nauseabundo y su tranco agotador. Sus manos me tapaban la boca y sus piernas me clavaban espuelas de metal o zapatillas con cordones afilados. Me dijo que se lo pida y se lo pedí. Me dijo que se lo pidiera más fuerte y le hice caso. Pero no me lo dio. Se estrelló contra mi abdomen, adolorido y adolescente, lleno de hormonas del pibe que no había sido y del que no me quiso volver a hacer.

Pasaron meses.

7

El teléfono no sonaba. El celular no reproducía su ringtone. El mail no recibía correo. El twitter no retwitteaba, el whatsapp no mostraba su doble línea azul, el skype lo mostraba invisible, el facebook no me marcaba ni un visto. Y yo seguía sangrando una vez por mes.

Ya no éramos algo único en su especie, un monstruo, dos en uno y uno solo. Ya no había más juego, ni siquiera un poco de prohibición, señalar el deseo y después dejarlo por un rato. El rato era todo el tiempo y el calendario ya no tenía ni una crucecita, ninguna. Me sentía Lorca: yerma, verde y mozuela.

Pensé seriamente en suicidarme. Quise hacerlo en el hotel de la cama de agua. Pedí un taxi para andar por Panamericana pero, después de dos horas de ida y vuelta, no pude distinguirlo. Habíamos cogido en todos los hoteles de esa autopista y en muchísimo más. Quise que me lo hiciera cualquiera (el amor, un pibe) y me acosté en las vías del tren abandonado, pero duré poco. Un caballo flaco se acercó a pastar a mi lado. Pensé que era una señal. Era él, adelgazado de deseo, flaco de tanto extrañarme, decrépito por la mala vida que llevaba sin mojar sus encías rosadas en mis labios. Era él, enfermo de bronquitis por haber perdido su dispositivo móvil en donde guardaba todos mis datos, por no tener forma de encontrarme, lamentándose día y noche por no haberme pedido las coordenadas de mi casa. Extrañándome sin mesura. Casi muerto. El potro que antes me palenqueaba contra todos lados, era ahora una mascota zombi.

Y pasaron meses.

8

El mono tremendo. La abstinencia de su cuerpo me producía calambres, vómitos, delgadez extrema, pérdida de pelo, bolsas bajo los ojos, ojeras bajo las bolsas, uñas comidas que masticaba durante la noche, pesadillas de jinete sin cabeza pero con pija enorme, sudores fríos.

Al principio, mi ovarios enloquecidos, menstruaban desordenados, listos, el uno y el otro, para volver a embarazarse en cualquier momento. Sentía pinchazos identificables, “es el izquierdo, es el derecho”. Estaba lista, era tierra fértil, era la pachamama, solo necesitaba que me bombardearan con esperma, su esperma, sus pibes.

Después, ese pantano viscoso y lleno de flora y fauna en el que se había convertido mi entrepierna, se secó de forma definitiva. Se autoclausuró. Se presentó en quiebra. Y yo, gritando “metadona, necesito metadona”. Manchaba las sábanas con agua y anhelo. Tenía accesos de gritos repentinos en el medio del día.

De la mujer que no quiso y después quiso usar liguero, quedaba poco. Ya no me chiflaban por la calle, ya no podía hacer que los hombres se murieran de hambre. Empecé a usar bombacha. Me quedé sin perfume. No olía más a cuarto de hotel, a una noche que prometía mil relinchos. No olía a nada.

De madrugada, caminaba las calles de mi barrio, de los otros barrios. Caminaba autopistas por peajes y colectoras. Caminaba cabarets, bares, avenidas anchas, caminaba por las paredes y me caminaba encima. Seguía gritando “metadona, quiero metadona” y la gente me miraba mal o triste. Cada tanto alguien se acercaba a tomarme la fiebre. Me apoyaban manos en la frente, me hacían preguntas que yo no escuchaba, se aburrían o asustaban y seguían caminando.

Cuando amanecía, volvía a mi cuarto. Ya no en mi casa, me había mudado a un hotel. Pensé que si él me estaba buscando, si él estaba estudiando las guías de la ciudad, buscando direcciones de telos, motelos y otros por el estilo, iba a lograr dar conmigo justo ahí: en uno cualquiera.

Pasaron meses.

9

La abstinencia se volvió estilo de vida. Las extremidades iban a picarme por siempre. Mi boca seca ya no iba a producir saliva. Y nunca más iba a mojarme con ningún otro. Su voz seguía en mi cabeza. Esa voz que de solo presentarse me acomodaba los órganos por adentro. Le decía a mi concha que hiciera caso, que se destilara entera, que cosquilleara, que subiera su temperatura por diez. “Calentante mi conchita, mojate toda que te voy a perforar bien lindo, te voy besar por adentro con mi cabeza curiosa, te voy a hacer potrillos toda la noche…”. (Él nunca había dicho nada, pero ella escuchaba). Mi cuerpo era suyo, yo ya no podía reconquistarlo.

Mientras tanto, la gente pasaba hablando de Michelangelo. Yo me imaginaba desnuda y penetrada por la estatua ecuestre (¿que nunca esculpió?). Clavada en la punta fría del mármol. Sonriendo para los paseantes. Bien cogida, eso sí, bien cogida. Y pasaron meses.

10

Cumplí cuarenta y seis.

Intenté cosechar mis óvulos con la mano. Podía escucharlos, hablaban de su penetrador curvado, hablaban de su leche, hablaban de ese cuerpo equino que los pinchaba y los hacía sonreír. Lo extrañaban. No querían nada más. No me querían a mí. Yo, tampoco.

CARTA ENCONTRADA AL LADO DEL CUERPO.

Mi Pingo,
Quiero que me estampes tanto tus genes que me hagas una cría igual a vos. Quiero que seas el crack de las pistas, que me llenes de cracks (no de crack ni de metadona). Quiero que seas mi padrillo y te fotocopies. Quiero que tus cualidades buenas sean dominantes y tus cualidades malas, recesivas… o no, quiero todas tus cualidades y punto. Las malas y las buenas.
Quiero palo, palo, palo, palo y meta y ponga, quiero que siempre te crucen conmigo, quiero que corramos carreras y ganemos el Pellegrini, quiero que no hagamos nada y quedemos solos, pastando en el campo, mirando desde lejos cómo se hunde el sol mientras nuestros pibes bajan y suben de los árboles.

Dominame vos, pero solo a puerta cerrada… me gusta saber que te deshebillás con una mano, me gusta saber que con la otra agarrás (tal vez un poco fuerte) mis dos muñecas (tal vez un poco chicas) y me gusta pensar que entrás al galope, como diciendo «¿vos querías un pibe? ¿ Vos querías un pibe?, acá va, acá va… te lo estoy haciendo ahora mismo… porque conmigo no hay nada que te cure de la cría que te voy a hacer, que te estoy haciendo, tomala, ¿la pediste? ahí vaaaaaa».

No me dejes sola.

Te quiero.

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    David Llorente dice: 17 julio, 2016 a 00:18

    Un relato cojonudo.

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