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El Diario De Bellón (miel y cuchillo) II, por Julián Ibáñez

Julián Ibáñez y Bellón, mano a mano, sirven la primera copa de la segunda ronda de los Diarios de Fiat Lux.

¿Recordamos la filosofía de estos Diarios? ¡Venga, vale!

Hay novelas que deberían no terminar nunca.

Hay personajes que deberían seguir viviendo más allá de las lindes de las novelas en las que nos sedujeron.

Hay escenarios, circunstancias, secuencias, diálogos, aventuras… que tienen muchísimo más que decir que lo que nos dijeron y mostraron en las novelas en las que nos conquistaron para siempre.

Y todo eso lo remediamos aquí, en esta habitación tan concurrida de #LaCasaDelGéneroNegro.

Pues eso: Los Diarios de Fiat Lux.

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Antes de que te lances líneas abajo a por él, aquí puedes repasar aquella primera dosis que firmaron Bellón e Ibáñez.

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Y la segunda ronda, que empezamos a servir hoy, comienza con El Diario de Bellón (miel y cuchillo), segunda entrega:

“Las dos y diez en el reloj Mahou que hay sobre la cafetera. Aparece Kinito por la puerta de General Regueira. Kinito es de costumbres fijas. Viene acompañado. Una compañía demasiado madura, por los treinta, para lo que Kinito acostumbra: una de esas caras de que te den por culo, con buena percha, eso siempre; traje café con leche con el cuello de la camisa amarillo limón sobre la chaqueta, asomándole algunos pelazos por encima del tercer botón, y, colgada al cuello, una cadena de oro de medio kilo”.

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A disfrutarlo.

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El Diario de Bellón (miel y cuchillo) II.

Por Julián Ibáñez.

            El Pino está a un par de kilómetros de la raya de la frontera, se va por Trujillo y Valencia de Alcántara. Tendrá unos dos mil, o tres mil habitantes; he estado aquí un par de veces, pero no conozco la plaza y apenas he salido del buga.

            Hay un garito a la derecha de la carretera, como medio kilómetro pasado el pueblo. Es un garito enorme pero muy cutre; una casa antigua, de labranza, de las de antes, de una sola planta, con una fachada de casi veinte metros de paredes desconchadas en la que se abre una fila de ventanas con rejas. Se llama Love, así, en inglés, un nombre como otro cualquiera, aunque ninguno de los patanes que sacan las manos de los bolsillos al cruzar la puerta sabe inglés. Medio kilómetro antes del pueblo, un arroyo cruza por debajo de la carretera.

            Hoy me esperan tres chicas, las encuentro sentadas en el poyo de piedra que hay junto a la puerta del garito, que está todavía cerrado porque es pronto. Son negras, angoleñas, mozambiqueñas, de por ahí, mercancía de cuarta. Alejado de ellas, como a unos veinte metros, se encuentra la mujer que las ha traído. Es portuguesa y no sé cómo se llama. De cuerpo arruinado. Nunca he hablado con ella, pero ella sí conmigo porque no deja de parlotear, en portugués, no entiendo nada de lo que dice pero o no se ha dado cuenta o le da igual.

            Las putas observan como aparco el buga y luego cómo la portuguesa me cuenta su vida o lo que sea. Arjona me presta el buga para esta clase de encargos. Salgo y voy donde ellas.

            —¿Qué?

            Me responden con tres gruñidos, portugués o español, quizás inglés; se levantan dudosas, contemplándome con recelo, se preguntan si seré tan cabrón como la tía que las ha traído. Una de ellas no está mal, es bastante más joven, unos veinticinco o por ahí.

            Les indico el coche con la cabeza.

            —A bordo.

            Me entienden porque pillan las maletas y se dirigen al buga.

            Le firmo a la portuguesa los recibos, regreso al coche y ayudo a las tres chicas a colocar las maletas en el maletero. Les abro la puerta como un lacayo. A la joven le sobra un poco de grasa por delante y por detrás pero está regia. Se encaraman al buga, les cierro la puerta y me coloco detrás del volante. La portuguesa ha desaparecido, no sé si tiene su garito por aquí, en El Pino. El motor cobra vida y nos largamos también. Pienso ahora si la portuguesa no estará casada con un sordomudo.

            Echo una mirada al retrovisor para estudiar la mercancía, no he invitado a ninguna de las tres a sentarse a mi lado, tienen hermosos traseros y deben de estar muy apretadas ahí detrás. Procuro que mi voz suene de camarada a camarada:

            —¡Eh!… ¡eh!… ¿Cómo os llamáis?

            Se miran. No me han comprendido.

            —¿Tenéis un nombre?… ¿Aurelia?… ¿Carmen?… ¿Aurelia, Carmen y… Rufina?

            Me responden dudosas, con puro acento portugués:

            —… Fátima… Fátima… Fátima.

            —¿Las tres? ¿Fátima las tres?… ¿Sabéis quién era Fátima?

            Las putas se miran, lo hacen también hacia el retrovisor, están en la luna.

            —Era una mujer —las informo—… Una mujer pobre, no tenía para tabaco… ¿Vosotras… vosotras África… Angola?

            Ahora se excitan, inclinándose hacia delante.

            —¡Angola! ¡Angola, sí!… ¡Benguela! ¡Benguela!

            Son de algún villorrio llamado Benguela. Decido cantarles su himno nacional, para que se distraigan y levantarles la moral. Golpeo el volante como un tam tam y rebuzno:

            —Benguela… tam, tam, tam… úlele, úlele, úlele… tam, tam, tam… Benguela… úlele, úlele, úlele… úlele, úlele, úlele… tam, tam, tam… Hoy misionero… tam, tam, tam… úlele, úlele, úlele… De postre misionera… tam, tam, tam… úlele, úlele, úlele…

            Echo un vistazo al retrovisor y me gusta lo que veo: me miran atónitas porque las he emocionado.

            Puedo meterme en un olivar y probar a las tres, les diré que les estoy cobrando el billete, que es la costumbre. Puedo probar a la joven. Pero a lo mejor las otras dos aprovechan para parar un camión y regresar a Benguela.

            Total, que son pasadas las seis en el reloj del salpicadero cuando aparco delante del portal de la pensión Julia, en una de las calles del centro de Parla. Me dirijo al pasaje por el retrovisor y elevo la voz para que me entiendan:

            —Final de trayecto —les indico el portal de la pensión con el dedo índice—. Segundo piso —les muestro dos dedos—, pensión Julia. Timbre. Preguntad por Julia. Julia. El segundo —dos dedos—. Yo a las diez —los dedos de las dos manos extendidos—, aquí, cuatro horas, las diez, ¿comprendido? En el portal, aquí mismo.

            Se miran, no han comprendido nada. Paso el brazo por encima del asiento y les abro la puerta.

            —Vamos, coged vuestras maletas y daros un baño.

            Las tres bajan del coche, abren el maletero y pillan sus maletas, luego se encaminan dudosas hacia el portal de la pensión.

            Lo pienso. Salgo del coche y cojo el brazo de la joven.

            —Tú, no.

            La indico que suba de nuevo al coche, en el asiento del copiloto. Duda un poco pero sube. Me dirijo a las otras dos:

            —Segundo piso, Julia. El dos, piso dos, uno y dos. Aquí a las diez. Diez. El dos y a las diez… veintidós horas.

            Que os den por culo. Subo al coche, arranco y me abro. Echo un vistazo al retrovisor: han dejado las maletas en el suelo, miran hacia el portal de la pensión como si fuera la cueva de un oso.

            Arjona me meterá un billete en el bolsillo. Le diré que sólo había dos, que la tercera no había aparecido. Intentaré hacer un negocio con la negra que llevo a mi lado, está bien. Con Kinito. Cenaré en el Badén y me pasaré por el Víctor. Giley. Quizá hoy la Buena Suerte se siente en mi regazo.

            Pongo la mirada en el parabrisas; mi mano busca la llave de contacto y la palanca del cambio. Saco la cajetilla y se la ofrezco, la rechaza.

            Enciendo uno para mí. Doy un par de caladas y, al tomar Mariano Crespo, comienzo a hacerle preguntas:

            —¿Cómo te llamas?

            —… Nieves.

            Sabe español. Y tenía unos padres bromistas.

            —Nieves… ¿De quién eras?… ¿Cómo llegaste a EL Pino?

            Ha puesto el bolso sobre las piernas, sin sostenerlo con las manos. Tarda en contestarme:

            —Doris.

            —¿Doris?… ¿Qué Doris? ¿La de Olías?

            —Sí.

            Conecto el intermitente, echo un vistazo al retrovisor y nos metemos en el carril de aceleración. Dejo pasar un furgón.

            Doris de Olías. Olías está cerca de Toledo, Nieves ha tenido que dar mucha vuelta para llegar a El Pino. Habla español casi sin acento.

            La miro de reojo, temo encontrarme su asiento vacío y quedarme sin inversión. Puedo echarle unos veinticinco, no más, y todavía conserva cierto aire selvático. No es negra del todo, es mulata, su padre, o su madre, eran blancos, o uno de sus abuelos o abuelas. Quizás por eso lo de Nieves. Me alcanza la radiación de su cuerpo, como si llevara a mi lado un saco de uranio. Tenía que haberla metido en un olivar.

            Hacemos el resto del camino en silencio. No considero decirle nada sobre dónde la voy a colocar. Sí pienso en lo que me dará: coño y dinero.

            Aterrizamos en el aparcamiento del Tanga. Hay media docena de bugas, en un Renault distingo las sombras de dos tórtolos en el asiento de atrás, también una Gilera con un casco blanco trabado en la cadena antirrobo.

            Una docena de patanes. Atienden la barra Dulce, Fina y Lula. Ruth no se ha presentado. Kinito se encuentra en su puesto.

            No tengo que emplear muchas palabras para cerrar el trato, sólo para esta noche. Sé que le hago un favor, tiene una vacante. Mañana hablaremos más despacio.

            Presento a Nieves a las tres chicas. Los patanes la miran, mudos. Acabo de superar el primer obstáculo para reunir los cien billetes. Necesito que sepa servir un vaso de una botella, si no sabe hacerlo las chicas la enseñarán.

            Dulce le explica dónde están las cosas; Nieves pega una cadera al frigorífico y no sé si la escucha.

            Enseguida toma posición detrás de la barra, barre con la mirada a los dos patanes que tiene delante y les pregunta:

            —¿Estáis en misa o estáis en un bar?

            Los tipos empujan sus vasos y Nieves engancha la botella. Durante media hora la contemplo vaciar carteras.

            Le digo a Kinito que volveré a por ella.

            Conduzco hasta Getafe. Entro en el Veracruz, pido línea y marco el número del Pequeño; no contesta. Necesito que me busque partidas, que me lleve de socio.

            Le busco en El Cruce, La Bola Roja y La Marisquería. No me dan razón de él. Plaza, el camarero de El Sol, me dice que en LaTórtola, en Entrevías, hay partida. Marco ese número pero tampoco han visto al Pequeño en toda noche.

            Cuando regreso al Tanga, a eso de las tres, la barra está ocupada por ocho patanes.

            Nieves tiene éxito. Me habrá rentado cuatro o cinco billetes pequeños.

            A eso de las cuatro Kinito echa el cierre. Estoy seguro de que ha hecho de caja bastante más de lo normal en una noche entre semana. No me lo va a decir, se limitará a pasarme unos billetes. No me engañará.

            Nieves me espera junto al buga. Un patán ha querido llevársela, pero ella ha dicho que esta noche no, que está muy cansada. No le he dicho nada, no voy a forzarla, mañana será diferente. Nos metemos en el buga y enfilamos hacia la pensión.

            No hablamos. A mí se me agotan enseguida las palabras. Sin embargo, temo sus silencios porque me parece que algo le ronda la cabeza.

            Por Camino Viejo, unos cinco minutos después, me veo obligado a preguntarle:

            —Mañana otra vez aquí. —Kinito ha estado de acuerdo, le ha gustado, contrato indefinido—. Coge un taxi. El Tanga, todo el mundo lo conoce. ¿La pensión?

            —No.

            —¿Dónde?

            —En cualquier parte.

            —¿Cómo en cualquier parte?

            —Me da igual.

            No comprendo qué quiere decir.

            —¿No te gustan las pensiones?

            —Déjame aquí.

            —… Puedes venir conmigo.

            —Uno me espera.

            No sé de qué va, no sé si ha levantado otro tío en el Tanga. Me huele a mentira. Aparco junto al bordillo. No abre la puerta, ha vuelto la cabeza y me mira.

            —¿Cuánto te ha dado?

            —¿Darme? ¿Quién? … Ya. Regular.

            Su mano me abrasa el brazo.

            —¿Te gusto?

            —… Regular.

            Se inclina sobre mí, me baja la cremallera, me saca el troncho y se da un chapuzón.

            Escupe en un klinex, se limpia los labios con otro klinex, abre la puerta, engancha el bolso y sale. La veo perderse al fondo de la calle, con un caminar deslizante, con el bolso al hombro.

            No me apetece arrancar. Prolongo la sesión con el pensamiento. Me he quedado vacío, debía de haberla obligado a venir conmigo.

            Las dos y diez en el reloj Mahou que hay sobre la cafetera. Aparece Kinito por la puerta de General Regueira. Kinito es de costumbres fijas. Viene acompañado. Una compañía demasiado madura, por los treinta, para lo que Kinito acostumbra: una de esas caras de que te den por culo, con buena percha, eso siempre; traje café con leche con el cuello de la camisa amarillo limón sobre la chaqueta, asomándole algunos pelazos por encima del tercer botón, y, colgada al cuello, una cadena de oro de medio kilo. Mientras cruzan entre las mesas, la compañía, con las manos hundidas en los bolsillos, su mirada barre a la concurrencia con desdén, muestra inseguridad, no sé por qué, porque a nadie le importa que no vaya a pagar la cuenta.

            Pongo la mirada en los rodillos y apoyo las dos manos en la parte de arriba de la máquina, he levantado los brazos porque prefiero que Kinito no me vea.

            El bar y el restaurante están repletos, los currantes han parado para comer. La televisión está a todo volumen, nadie la mira. Cae el nivel de las conversaciones y algunas miradas se vuelven hacia la pantalla: un juez ha citado a declarar a dos constructores de Entrevías. Entrevías está ahí al lado y casi todos los currantes que están comiendo trabajan en la construcción, así que todos han dejado de comer y tienen la cabeza levantada hacia la televisión.

            Miro sobre el brazo. Kinito y compañía ya se han sentado, en una mesa del rincón, la de siempre, es su mesa desde hace más de diez años. Consultan la carta. Kinito come a la carta.

            Los rodillos giran pero no logro concentrarme en lo que sale. Me he dejado un billete. Sólo me queda calderilla. Todavía tengo dos o tres monedas en el cajón.

            La camarera sirve la sopa a Kinito y compañía.

            Recojo las monedas, apuro la cerveza y salgo del bar.

            Me encaramo al buga y enfilo hacia la carretera de Parla y Pinto. Esta tarde he de devolverle el coche a Arjona.

            Tengo una hora o así, puede que más. Hay poco tráfico, todo el mundo está comiendo. Bajo los dos quitasoles.

            Cruzo delante del Tanga sin levantar el pie. No hay ningún coche en el aparcamiento, Kinito se ha movido con su Mercedes. Hago otro kilómetro, giro en medio de la carretera y regreso.

            Entro en el aparcamiento, conduzco directamente a la parte de atrás. No hay ningún coche. Pego el Renault a la pared y echo el freno. Nadie debe verlo desde la carretera, o desde el aparcamiento. Engancho el martillo y salgo del ruedas.

            El llavín gira en la cerradura, la puerta se abre. Entro y cierro a mi espalda.

            Penumbra. Una de las contraventanas está sólo entornada. Todavía hay vasos sin recoger, las chicas hacen la limpieza por la tarde, antes de abrir. Sé a qué he venido, me muevo con rapidez. Salto por encima del mostrador y voy directamente al cajón del dinero. Pulso la tecla y se abre. Hay algo de calderilla y cuatro billetes pequeños para el cambio. Los ignoro. He visto muchas veces a Kinito sacar los billetes grandes del cajón y echárselos al bolsillo. Levanto la cortina y entro en la zona privada, la guarida de Kinito. Es un pasillo estrecho, con puertas a ambos lados y otra al fondo. Me dirijo directamente a la habitación que le sirve a Kinito de despacho y dormitorio. Silencio. Nadie. Mi mano empuña el martillo. Busco la llave y doy la luz.

            Es una habitación de unos diez metros cuadrados. Destartalada. Un camastro sin hacer, una mesa de despacho, dos armarios metálicos, pilas de papeles, cajas de cerveza, cartones de tabaco, botellas… Lo que vengo a buscar está sobre la mesa: una caja fuerte, pequeña, portátil. Dejo el martillo sobre la mesa. La caja está cerrada. Se abre con una llave pero no hay ninguna llave a la vista, lo más probable es que ocupe un lugar en el llavero de Kinito. Busco por los cajones. Hay muchos papeles, mucha mierda. En el último me recibe una cacharra. La contemplo. No la toco. Kinito tiene amigos policías que le chupan del bar, le han conseguido un permiso de armas. Trato de abrir la caja fuerte pero resulta imposible, se necesita una llave. La cojo, la levanto sobre la cabeza y la arrojo con fuerza contra el suelo. Produce un retumbar sordo. Nada. No voy a creer que se va a abrir estrellándola contra el suelo.

            Busco por el resto de la habitación. Es un zoco. Casi todo es basura. Kinito no permite entrar a las chicas aquí para limpiar, desconozco la razón. No todo es basura, en un rincón, apoyado contra la pared, encuentro un bastón, es de madera negra, debe de ser ébano, y la empuñadura parece de plata, con grabados: tías con alas de libélula merendándoles el trofeo a tíos con pezuñas de cabra. Echo un vistazo debajo de la cama. Me encuentro con un juego de pesas y unas gomas de hacer gimnasia. Kinito va al gimnasio, eso lo sé, son hábitos que no se abandonan. Kinito es pequeño, medirá un metro sesenta, pero es muy fuerte, ha levantado pesas, participó en campeonatos por ahí, siempre lo está contando.

            Pongo la caja fuerte sobre la mesa y hago otro intento para abrirla con las manos. Nada. No sé para qué coños he entrado aquí.

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            Mi vista se detiene en las fotografías de la pared, casi toda la pared está cubierta de fotografías enmarcadas, de las chicas que trabajan o han trabajado en el Tanga, dedicadas. Está la foto de Ruth, Dulce, Fina y  Lula, en grupo, sonriendo las cuatro, tiene que ser una foto reciente. Kinito trata bien a las chicas, las paga bien aunque no las sonríe nunca. Tres o cuatro fotografías son de un grupo de fisicoculturistas en tanga, exhibiendo su musculatura y su paquete inútiles. En todas está Kinito, es el único que se ha embadurnado, su piel brilla. En una de las fotos, al fondo, aparece el nombre del gimnasio: Max. Otro par de fotos son de una comparsa de Carnaval, Kinito ocupa el centro de las dos fotografías disfrazado de cíngara. Es un buen disfraz, lleva un montón de pedrería encima, resultaría difícil reconocerlo de no ser por su envergadura, es casi más ancho que alto. En las dos fotos, ocupando un lugar discreto, aparece uno de los componentes de la comparsa disfrazado de Reina Sofía: traje sastre, gris, con una falda un palmo por encima de las rodillas y medias, como si la Reina se hubiera escapado de palacio a merendar trofeos. Es un fulano alto, aquí resulta difícil apreciar si tiene cuerpo de atleta con ese traje de mujer con el que trata de pasar por la Reina Sofía a la caza. Pero estoy seguro de que es la misma Reina Sofía que calentó a Ruth con la correa. No pienso en nada.

            Abro todos los cajones de los dos armarios metálicos. Encuentro ropa interior de hombre, de un azul suave, limpia pero mezclada con billeteras, relojes, cordones de zapatos…  Encuentro un joyero, de madera roja lacada. Lo abro. Son las joyas del disfraz de cíngara, cadenas, pendientes, pulseras… No entiendo mucho de joyas pero parecen auténticas, que las cadenas son de oro de verdad estoy casi seguro. Es en esas pijadas en las que Kinito se gasta la pasta: en compañía con el cuello de la camisa sobre la chaqueta y en joyas de cíngara.

            Me detengo, escuchando. He oído abrirse la puerta del bar. Me he entretenido fisgoneando. Será Kinito, se habrá levantado de la mesa más pronto de lo habitual, es de los que toman café y copa. Engancho el martillo, apago la luz y salgo de la habitación, cruzo el pasillo y me escondo enfrente del dormitorio oficina, en un cuartucho sin puerta; no enciendo la luz, no hay ninguna ventana y no se ve nada. Si Kinito entra aquí tendrá problemas. Espero que haya venido solo.

            Le oigo enredar en el bar, oigo como cierra el cajón del dinero, una pausa, lo abre de nuevo y lo vuelve a cerrar. Le ha llamado la atención encontrarlo abierto; debí cerrarlo. Le oigo descorrer la cortina con fuerza y esperar. Luego entra en el pasillo, da dos pasos y se detiene, camina cauteloso, eso me parece, o a lo mejor son sólo imaginaciones mías. No habla con nadie así que ha venido solo. Le oigo detenerse delante de la puerta del dormitorio despacho, le tengo a sólo dos metros. Me balanceo un poco y miro. Le tengo delante de mí, dándome la espalda. No es Kinito. Es su compañía de camisa amarillo limón. Mueve la mano derecha, lentamente, se dispone a dar la luz del dormitorio despacho, sin entrar. ¿Qué hace este tipo aquí? Seguramente le ha mandado Kinito a hacer algún recado. Tengo claro que sospecha algo, estoy seguro de que sospecha que hay un intruso en el bar. Salgo del cuartucho. El tipo gira la cabeza porque le ha alertado mi sombra moviéndose. Tiene una barra de hierro en la mano. La levanta. Yo no levanto el martillo, no me daría tiempo. Le doy un punterazo en la espinilla y todo él se afloja. Trata de levantar la barra de nuevo. Entonces le doy con el martillo, en la cabeza, donde termina la frente y crece el pelo. El tipo levanta la mano con la barra, no sé si es para tocarse donde le he golpeado o para devolverme el golpe. Le golpeo de nuevo, en el mismo sitio pero esta vez más fuerte. Se desploma sin soltar un gemido. Me ha visto, pero creo que no es necesario terminar lo que he empezado. Le empujo por el hombro para que termine de caerse. Acabo de acordarme de que Kinito no me cae bien, aunque me pase encargos de vez en cuando nunca me permite permanecer pegado a su barra con el vaso vacío.

            Éste es un lugar discreto, ya he estado antes aquí. Giro para salir de la carretera y los neumáticos aplastan rastrojos hasta que me he alejado unos cien metros. Me detengo. No salgo del ruedas, debo asegurarme de que el panorama esté despejado. Esta carretera no sé exactamente hasta donde llega, enlaza con la que une Parla con Pinto, debe de ir a La Marañosa, o por ahí, no he visto ningún letrero; es estrecha pero está bien asfaltada, flanqueada por cipreses, es como la carretera de un cementerio, pero es bonita.

            Cruza un coche… un Opel Corsa, blanco gris, lo conduce un tío, se aleja hacia donde vaya la carretera. Salgo del buga. Abro el maletero y saco la caja fuerte y el pico. Cierro el maletero y deposito la caja en el suelo al otro lado del coche, es una carretera de poco tráfico pero a cualquier conductor le llamaría la atención un tipo trabajando con un pico sobre una caja fuerte. Volteo la caja con el pie. Aferro el pico con las dos manos, lo levanto y golpeo la tapa, con fuerza.

            Cinco minutos y me enderezo. Estoy sudando como un jodido currante… La caja se resiste, era de esperar. La he sacudido más de cincuenta golpes y ni la he abollado. Quizá no logre abrirla, necesitaría un barreno… ¿Es eso un motor?… Sí, es un motor, y se acerca. Vuelvo la cabeza… … Tarda en aparecer, es un furgón… un furgón amarillo, creo que es de Segur, va también dirección a donde vaya la carretera, cruza entre los cipreses, despacio, produce un efecto extraño, el amarillo tan vivo con el tono oscuro de los cipreses… Claxonea. Ha sido un claxoneo corto, y el tipo del volante ha vuelto la cabeza. ¿Ha reconocido el buga? ¿Me ha reconocido a mí? ¿Claxonea porque le sonríe la vida? Me encuentro como a unos cien metros de la carretera, el tío tiene que tener muy buena vista para reconocerme, solo ha visto un Renault en el centro de un barbecho y a una figura junto al coche. Sí, ha claxoneado sólo porque le sonríe la vida, quizás va a tener un hijo, o a su novia le ha venido el mes al fin. El furgón desaparece. Reanudo mi trabajo de pico.

            La puerta de la caja comienza a ceder, lo noto porque los golpes son más blandos y el sonido más sordo, lo más indicado es golpearla de lleno, en el centro, olvidándome de apuntar a la cerradura o a las bisagras porque siempre fallo el golpe. Golpeo tres o cuatro veces más y la puerta salta al fin. Me enderezo y apoyo el pico en el suelo respirando profundamente, siento el bombeo del corazón, estoy sudando a chorros. Supongo que la puerta es blindada, de buen acero, se ha roto el pasador de la cerradura, no es muy grueso pero debe de ser también de buen acero. Antes de comprobar qué contiene la caja, suelto el pico, saco el pañuelo y me lo paso por la frente y el cuello enjugándome el sudor. Miro a mi alrededor, no se ve a nadie. Guardo el pañuelo, me inclino y, empleando toda mi fuerza, hago girar la puerta con las dos manos. Meto los dedos, con cuidado. Toco un montón de papeles. Los pinzo y los saco. Son facturas, recibos, todos a nombre del Tanga, o de Kinito, el viudo. También hay algunos billetes. Pequeños. Los cuento. Quinientos sesenta euros.

            Paso el resto de la tarde en mi garito, tumbado. Fumando y sin pensar en nada.

            A eso de las diez me obligo a salir. A las doce, o por ahí, me pasaré por el Tanga a vigilar mi inversión.

            Enfilo hacia el Víctor, a pata. Tengo que comer algo, puedo hacerlo en el Sol que me pilla de paso. La temperatura no ha bajado, aunque tenemos una noche estrellada, sin viento.

            Queda una silla libre. Supongo que me la han reservado. Marcial, Barbero, Paco, Gervás, el Pequeño y Galindo. Saco un fajo. Barbero reparte. Pasaré por el Tanga a eso de la una.

            A eso de las dos me levanto. Me han pelado. La Buena Suerte sigue de vacaciones.

            Ocupan la barra ocho o diez patanes. Lo primero que advierto es que ninguna de las chicas es Nieves. Quizá ha levantado un patán y Kinito la ha dejado hacer el servicio. Kinito se encuentra en su puesto. Tiene los ojos enrojecidos, recuerdo que se ha quedado viudo; esta mañana ha sido el entierro y yo no he ido, nada tenía que hacer allí; Kinito es muy sentimental, también es muy duro, quizá por eso es tan sentimental. Dicen que ha sido un ladrón, cualquiera que pasaba por allí y se coló en el club detrás de él porque las cerraduras o las ventanas no estaban forzadas. Que le están buscando.

            No voy a comentarlo con Kinito, lo de Nieves, no es necesario, él tampoco me va a preguntar, pensará que he cambiado de idea, no le gustará pero no voy a decirle que no sé por qué la negra no se ha presentado. Tendré que encontrarla, es mi inversión.

            Kinito atiende personalmente a dos tipos. Nunca atiende a los clientes pero estos dos son pasmas. Hago oír mi voz con un qué hay general y ocupo un lugar en la barra cerca de los dos polis, a su espalda, es el único espacio libre, no he querido que crean que me importa que sean de la pasma. Echaré un trago y luego saldré en busca de Nieves. Me arrepiento de haber devuelto el Renault. Le hago una seña a Fina.

            Al pasma gordo le conozco, pertenece al padrón de Entrevías, le llaman el Bola, supongo que porque es gordo, recuerda un buey enano, sólo le conozco de vista. El otro es más joven, unos treinta o por ahí, es uno que se las da de listo, se dice por ahí que ha perdido todos los tornillos, tampoco debe ser muy listo porque le llaman el Asno. Tienen copas delante. El aspecto de Kinito y de los dos pasmas es tenso.

            —Hoy elegante —me dice Fina, ha reparado en mi chupa nueva.

            —Como todos los días.

            —No ha aparecido —me susurra cuando la pido la Golden.

            Se refiere a Nieves. Ha volado.

            Tampoco se ha presentado Ruth. Sí está Dulce. También Lula.  Fina me pone la Golden. La abro y echo un trago. Apoyo un brazo en la barra dando la espalda a Kinito y a los pasmas.

            Oigo como el Bola le pregunta a Kinito qué es mucho para ti, hace una pausa y repite la pregunta añadiendo un ¿eh?; Kinito no le responde, no sé si se lo está pensando o no le quiere responder; entonces el pasma le pregunta qué es poco para él. Lula cruza delante de mí y le pide tabaco a Kinito, éste interrumpe lo que iba a contestar y, poco después, Lula cruza de vuelta con un cartón de Marlboro. Kinito, seco, dice que mucho es todo lo que tiene el Banco de España y que poco es lo que le queda a él después de pagar las facturas. El Bola, cabreado, le replica que es mejor que le duela un poco, creo que se refiere al luto, y que si va regalando llaves por ahí. Esto me pone en guardia.

            Los pasmas mojan el morro en el Tanga y Kinito se lo hace pagar tratándolos como lacayos. El pasma gordo le pregunta ahora si le ha venido ya a la cabeza algún nombre, ¿él, ella? Unos segundos y oigo un fuerte golpe sobre el mostrador.

            Vuelvo la cabeza, si no lo hago parecerá extraño. La guía de teléfonos está sobre el mostrador. Kinito, que elija el nombre que quiera. El Asno no está apoyado en la barra, tiene las manos hundidas en los bolsillos de la chupa, interviene por primera vez soltando, con voz de profesor, que quizá no tiene nombre, sólo un número, o ni siquiera eso, o un nombre para cada ocasión: el de casarse, el reservado para la esquela, o ése que no debe de pronunciarse nunca. El Asno habla despacio, enrollándose, mirando fijamente a Kinito, provocándole, haciéndole ver que no llega a su altura. Es un pasma muy gilipollas. Kinito no está impresionado, responde que la combinación de la caja la tenía en la cabeza y se le ha olvidado, que pasen página. Los dos polis le miran con dureza. Entonces el Bola habla como si lo estuviera leyendo, que no se ha levantado de la silla porque le preocupe su negocio de mierda, que si no le gusta su visita tiene abierta la comisaría las veinticuatro horas del día para cambiar la declaración, que hay unas doscientas comisarías, que puede ahorrarse dos dedos de aquella mierda. Se refiere al whisky; Kinito les ha puesto DYC y no lo ha hecho para ahorrar. Cierra todo el rollo con un ¿me explico? El Asno se inclina hacia Kinito y le dice muy serio que a las ocho hay cambio de turno en la comisaría y puede aprovechar para hacerse una paja en los vestuarios. Kinito le sostiene la mirada.

            Entonces el Bola repara en mí. Sus ojos me recorren de arriba abajo, sin disimulo. Yo desvío la mirada, pillo la Golden y echo un trago largo. El Asno le habla al Bola pero con la mirada puesta en Kinito:

            —Hemos venido aquí para tomar una copa y escucharle. ¿Por qué te parece mal?

            Entonces intervengo yo.

            —¿En qué guerra has estado?

            Me he dirigido a Kinito, como si los dos pasmas no existieran. Kinito me ignora. El Bola ha dejado de mirarme y también me ignora. Suelta un más, venga, seco, para que Kinito continúe hablando. Éste dice que el bastón es de ébano y que tiene la empuñadura y contera de plata, se demora describiendo el grabado de la empuñadura, como si esto fuera muy importante.

            Les interrumpo de nuevo, no permito que me ignoren:

            —¿En qué guerra has estado?

            Kinito continúa ignorándome.

            El Bola le pregunta a Kinito si sabe qué animal resiste más corriendo larga distancia. No sé a qué viene esta pregunta, de qué va. Sin darle tiempo a contestar, el pasma contesta que el lobo, ¿y luego? No sé qué pretende, como no sea porque tiene algo que ver con las figuras de la empuñadura del bastón.

            —¿En qué guerra has estado?

            Kinito vuelve la cabeza al fin y me pregunta de golpe:

            —¿La encontraste?

            —¿A quién? —respondo al instante, sin saber muy bien a qué se refiere, demasiado a la defensiva.

            —A la chica.

            —¿A qué chica?

            —Ruth.

            Los tres me miran fijamente.

            —No.

            Me ha salido bien, natural. Dulce ha vuelto la cabeza también al oír el nombre de Ruth.

            —¿Se te perdió algo en la pensión?

            No sé por qué Kinito me hace esta pregunta, quizá les está proporcionando información a los dos pasmas. Estuve en la pensión Julia buscando a Nieves. Debo de mantener el control, no beber como he hecho antes para parecer natural.

            —… Pasaba por allí.

            —¿A preguntar por ella?

            —Entre otras cosas.

            —¿Y?

            —No la conocen. Andará por ahí, con su maleta.

            Julia me dijo que ninguna Nieves había aparecido por allí. Ruth nunca ha vivido en la pensión Julia, tiene una habitación por ahí.

            —¿Quién te mandó que fueras a buscarla?

            Él sabe también muy bien que Ruth no vive en la pensión Julia. No sé detrás de qué anda.

            —Tú… ¿No fuiste tú? La próxima vez explícate mejor.

            Ahora sí bebo, creo que he quedado bien, ahora los tres están pensando en Ruth por ahí cargada con su maleta. Y Kinito sabe que pasé por la pensión Julia pero buscando a Nieves.

            Dejo transcurrir un par de minutos y me pego a la máquina, como cualquier noche. Meto cinco monedas de golpe. Y esta vez tengo suerte porque no me toca ningún premio. Golpeo la máquina con la palma de la mano, para que todos adviertan que no me ha dado ningún premio y me he quedado sin monedas. Quiero abrirme; quizá me he pasado presentándome aquí con la chupa nueva que me ha costado medio billete, se la he comprado a Muelas, el gitano.

            Saco el fajo y arrojo un billete mediano sobre la barra, hacia Fina, a sólo un metro de la espalda del Bola. Lo pienso y arrojo otro billete.

            —Para bombones.

            Que os den por culo, no tenéis ni puta idea de quién lo ha hecho.

 

(Continuará…).

 

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